sábado, 18 de febrero de 2012

lunes, 13 de febrero de 2012

‘Paso del Norte, que lejos te vas quedando…’

Sergio Larraín, mi abuelo y el pasado histórico minero chileno
Marco Chandía Araya

En el año 2007 estuve en Tulahuén detrás de la pista de Sergio Larraín. Joan, un conocido y amable español, economista y amante y conocedor del arte fotográfico, fue quien me habló de él. El primero en revelarme el misterio y en traspasarme su admiración. Esto porque Joan, experto en economía portuaria pero sobre todo inquieto por el enigma cultural que envuelve a estos espacios, tuvo noticias de La cuadra, pasión, vino y se fue..., un libro que publiqué en el año 2005, como resultado de una investigación de lo que había sido la bohemia del Barrio Puerto de Valparaíso, específicamente de su calle Cochrane (“La cuadra”) y sus años dorados de los cincuenta, hasta el Golpe de Estado de Pinochet, en el 73, que es cuando comienzan a cerrar por el “toque de queda” y la represión los locales nocturnos y con ello a desaparecer esta licenciosa y popular forma de vida porteña.

Lo primero que me dijo mi amigo catalán fue que precisamente aquellos años de esplendor porteño habían sido registrados por un famoso como misterioso fotógrafo chileno. En efecto, me puse a indagar y hallé esas deslumbrantes fotos de los prostíbulos porteños, la de las niñas que bajan las escaleras, la brumosa imagen del muelle donde aparece un señor de espaldas sujetando un maletín. Para mí, que intentaba (e intento aún) con el libro configurar una suerte de poética porteña y ante la cual requería de todo tipo de soporte en espacial la memoria oral y los imaginarios desde la literatura hasta el cine, pasando por la fotografía —y de las que hasta entonces sólo conocía las clásicas de Harry Grant Olds y Obder Heffer, que datan del 1900—, con los cuales construir este imaginario poético, la revelación de Joan sobre Larraín fue crucial, tanto por el valor poético de las imágenes, las que venían a engrosar este imaginario, como porque en efecto y sin ninguna duda Larraín-había-estado-ahí. No sólo fotografió esos espacios que yo buscaba ansiosamente reconstruir, sino que por su aporte testimonial, no pintoresco sino vivencial, poéticamente vivencial, como espontáneo y silencioso, formó parte de ese mundo, se inmiscuyó en sus entrañas, reveló la magia del prostíbulo porteño, la forma de vida popular del habitante, desentrañó el misterio de la cotidianeidad que por todas partes yo intentaba darle, cincuenta años después, un sentido. Armar un rompecabezas desde adentro, lo más auténticamente posible.

Y eso, cómo no, fue en mi búsqueda, un develamiento demasiado evidente que no sólo le dio más carácter a mi trabajo sino un espesor adicional que no había previsto. Al unir los relatos orales recogidos por los viejos que habían vivido esa experiencia jaranera y marginal con textos literarios que la recreaban y a eso sumarle ahora esas fotografías de Larraín lo que aparece como resultado es un Barrio Puerto distinto, o, mejor dicho, un Valparaíso otro, una ciudad-puerto imaginada, densa; un espacio del habitar cargado de un carácter poético que tenía su propia y particular vida. Todo ese cúmulo de sensaciones registradas había hecho —como diría Bachelard— aumentar el valor de la realidad. Al punto que podría hablarse de un Valparaíso imaginado del mismo modo como se habla de un Londres imaginado. El Londres de Poe dibujado por Doré tenía el mismo valor que el Valparaíso de Manuel Rojas fotografiado por Larraín.  

Hasta entonces el contacto con Joan había sido sólo a través del correo electrónico, en uno de los cuales me había dicho que vendría, como había venido muchas veces, y como a casi todos los puertos del mundo, a Valparaíso. En unos meses ya estaba de nuevo en Chile. Fue en este viaje suyo, como todos, por lo demás, en el que aparte de su trabajo profesional —me imagino racional y objetivo— aprovechaba de dedicarle tiempo a su otra pasión, a las fotos, pero en general a la parte más “instintiva” o menos “dura” de su trabajo como economista ligado a los puertos del mundo, en que tuvimos la primera entrevista real en un bar de Valparaíso. Ahí hablamos de puertos, pero en especial, claro, de Larraín, donde me fue contando la historia alucinante del fotógrafo. De su relación con Cartier-Bresson y su incorporación a la prestigiosa Agencia Magnum y de su sugerente y alucinante trabajo. Las hiperrealistas imágenes de los niños hambrientos del río Mapocho, en Santiago; las fotografías que hizo de Londres, Roma, Sicilia, Madrid, Medio Oriente, África…, el de los poblados indígenas altiplánicos, y, principalmente, el de Valparaíso. También de su vínculo con Neruda y de donde surgió Una casa en la arena. Joan me pone al tanto de su obra como de su reconocimiento mundial, considerado como uno de los artistas más prestigiosos en la historia del arte fotográfico. En este contexto de logros y reconocimientos huye del aplauso y se “recluye” en Ovalle.
 
‘Recluir’ es una falacia mediática. Porque más tarde comprobé, y contrario a lo que ha dicho la prensa sensacionalista o los artistas aficionados de última hora, que eso no tiene absolutamente nada de reclusión, antes al contrario, responde a una apertura absoluta a partir del viaje interior. Lo que sucede es que ingresa a otro universo espacio-temporal que no es el del espectáculo urbano (se asienta hasta su muerte en este pequeño poblado precordillerano a fines de los setenta). Pero nada mejor para nuestros medios sensacionalistas denominar su acto de búsqueda espiritual como un ermitañismo extravagante, como un rechazo frontal al mundo. Una suerte de eremita medieval penitente, una ayunante desadaptado, incluso, loco, pero no loco sabio o loco lindo, sino loco loco, viejo loco. La figura de Larraín aparece pues bajo cualquier fórmula para crear la imagen del “mito viviente”, del “ángel caído”, del “fotógrafo de Dios”. Será por esa necesidad del chileno de tener que creer en algo o alguien que trascienda la inmediatez del exitismo reinante. Personajes como Larraín tal vez sirvan a esa desvanecida espiritualidad nuestra. Pero el fotógrafo no pasa de ser para los medios un tipo curioso, sujeto extraño, personaje antisocial y atípico, ya que, lo lógico, según te criterio de moda, es disfrutar de la fama y los elogios banales, los que, claro está, Larraín ya los tenía bien ganados.

Pero a él no le importa eso. Su locura es aún más digna. Un ejemplo de honestidad y de humanismo profundos. Representa a esa generación última de nuestros viejos baluartes, referentes de un heroísmo extinto, de un grupo de sujetos nacidos entre 1920-1930 y que vinieron a cambiar definitivamente la historia del arte y la cultura chilena. La elite de los últimos modernos cuyas figuras paternas indiscutibles fueron los hermanos Nicanor y Violeta Parra y los padrinos, la Mistral y Neruda, primo hermanos de José Santos González Vera y Manuel Rojas… Larraín, Oyarzún, Jodorowsky, Lihn, Jara, Teillier y otros asumen este compromiso vital y comparten el proyecto de crear un nuevo imaginario de Chile, el que nace a partir de la experiencia del mundo cotidiano de su habitante, desde su auténtica chilenidad, sin remilgos ni estereotipos. De ahí que cuando Larraín se va a Tulahuén no lo hace para rechazar el mundo, al revés, se siente conminado a seguir hallándole sentido a la existencia y a continuar con el proyecto asignado pero ahora no desde la fotografía, la que, según él mismo, ya estaba por su parte concluida, sino desde otras fronteras, específicamente desde el yoga, la meditación, el ejercicio físico e espiritual permanentes, y en una relación directa con la tierra. Lo suyo no es una fuga: es un retorno al principio de todo.

Pero Joan no sólo me contó la historia, media real, media recreada, de Larraín, que se venía tejiendo como leyenda desde Europa y desde Magnum y otros fotógrafos (historias que, por cierto, iban haciendo crecer más todavía mi interés por conocer a este fotógrafo ligado, como sea, a la oligarquía terrateniente chilena), sino que además me trajo de regalo tres joyas: Sergio Larraín (1999), antología con textos de Neruda, Bolaño, etc., London (1998), Una casa en la arena (1957) y una recopilación donde aparece esa foto suya, la de las niñas que bajan las escaleras, dentro de las cien mejores del arte fotográfico (sin duda el único chileno y me parece que también el único latinoamericano). Obra ésta, editada por Cartier-Bresson. ¡Qué regalos! ¡Qué compromiso! No con Joan, quien me los cedió amablemente, y ni siquiera con Larraín, sino conmigo mismo y con mi trabajo, o, más precisamente, con ese mundo popular que yo buscaba visibilizar para denunciar su exotismo y situarlo en el lugar que le corresponde: como un mundo que pese a todas las vicisitudes sufridas se mantenía resistiendo los embates modernizadores proponiendo siempre otras formas de vida, un modo más amable de habitar el puerto y las ciudades de América Latina.

Fue pues en este contexto de apertura al saber y de acechantes cuestionamientos que emprendí la búsqueda de Sergio Larraín. Debo decir que en mi exploración no hubo ningún otro motivo que no fuera el de conversar con Larraín sobre el puerto que retrató, del mismo modo como me acerqué a los viejos patibularios que vivieron ese mismo cronotopo por dentro. No iba ni como periodista ni menos como fotógrafo, simplemente porque sé muy poco de fotos y porque mi interés estaba centrado en ese momento epónimo de la bohemia porteña donde había estado de lleno —y boca abajo, a juzgar por esas fotos a ras de suelo— el fotógrafo. Las preguntas eran dos y así de sencillas y puntuales: ¿don Sergio, cómo era ese puerto que usted fotografió? ¿Por qué eligió esos lugares, qué le atraían de ellos? Eso era todo. No llevé grabadora ni cámara, nada que pensé podía inquietarle, apenas mi cuaderno de apuntes. Pero para llegar a este momento, el del encuentro con Larraín, debo contar el origen de este viaje hacia Ovalle y que permite comprender mejor el valor que tuvo esta exploración.

Después de esta reunión con Joan, pasaron varios meses antes de poder viajar a esta ciudad del Norte Chico. Puntualmente el mes de febrero del 2007 estuve por única vez en el valle de Tulahuén detrás de la pista de Sergio Larraín. Pero este viaje fue mucho más que Larraín, pero él como complemento clave. El viaje al Norte Chico no incluía sólo la búsqueda del fotógrafo; lo cierto era un viaje que me había trazado hacer hace años a esta zona, un trámite irrenunciable que me venía punzando desde muy joven. La búsqueda de Larraín se hallaba dentro de un plan mayor cual era obtener datos sobre la existencia de mi abuelo materno: Laureano Araya. Y que en el fondo respondía a la urgente necesidad de poder, por fin, armar mi deshojado árbol genealógico. Todo esto le daba un tinte aún más mágico y profundo a la figura de Sergio Larraín: estaba irremediablemente involucrado con mis raíces ancestrales. Todo en Ovalle, en la Cuarta Región de Chile. Una suerte de Comala rulfiana.

Pero había todavía otro motivo y que en el fondo responde también a los orígenes de parte de mi madre y que implicaba ir más allá de Ovalle, la región y el Norte Chico, en resumen, exigía meterse a conocer el Gran Norte chileno porque de allá, de las salitreras, viene mi sangre Araya-Matamoros. Pero esta vez era imposible recorrer la pampa, me debí conformar con un recorrido circular que planeé como de conocimiento y recolección de datos precisos que me llevaran a los tres motivos centrales del viaje.

El primero y, digamos, el principal: llegar a Punitaqui, ese nombre que oía de niño, ciudad natal de mi mamá y ahí buscar señas de mi abuelo, quien, ya lo sabía, había muerto hace años, en una de las minas del Norte Grande. Pero necesitaba completar datos, dónde había vivido, si quedaban hermanos, si tenía parientes, en fin, y por último, pisar la tierra donde nació mi mamá y de donde salió de la mano de mi abuela Adela para no volver después de sesenta años, un año después de este viaje mío. Como todos estos viajes, de pronto todo se hace incierto y confuso. Primero porque Araya en Punitaqui son todos, y los que no, de alguna manera se relacionan con uno. Luego, claro, el abismo temporal. Qué podría haber encontrado después de sesenta años. Cualquier cuento pudiera resultar cierto. Por eso que partí por el Registro Civil y la iglesia, el registro inequívoco, el dato oficial antes de meterme con la memoria histórica, la oralidad. 

En la oficina civil, atendida por una señora joven que, por cierto, venía siendo, según los cálculos que sacamos, una especie de prima política de cuarto o quinto grado, cuyo parentesco aunque lejano facilitador puesto que puso en mis manos nuestra Biblia, la verdad legal de mis ancestros: el libro que señala las actas de nacimiento de mi mamá, el día en que mis abuelos se casaron, sus nombres completos, sus lugares y fechas de nacimiento, sus firmas, las de mis bisabuelos autorizando a la niña Adela de quince para casarse. Había en nuestro expediente incluso hasta una especie de timbre, inmenso, donde aparecían todos los datos de mi papá, fechado el día en que se casó con mi mamá, y, claro, los nombres de mis hermanos y el mío. Todo el fichaje de todos, firmado y timbrado, como el dios legal manda. Es raro y fascínate hallar esa información tan precisa y reunida toda en un par de hojas envejecidas por los años y que revelan toda nuestra historia en un lugar tan distante y desconocido a la vez. Es ahí cuando vuelve a recobrar sentido el valor del origen ancestral, el apellido, la estirpe, el terruño, la noción de patria (o matria), de nación. Pero que pese a lo distante y desconocido del lugar, esos datos oficiales a uno lo reubican en la casa, en el espacio de la hoguera paterna, en el focus milenario. De modo que cuando salí del Civil Punitaqui ya me parecía el barrio de siempre. Me sentía en casa, rodeado de primos y tíos y vecinos con quienes daban ganas de saludar como parientes para detenerse y conversar bajo la sombra de un árbol mirando el sol a plomo de medio día, sin una pisca de brisa.

Con estos aires partí al lugar más o menos exacto donde había nacido mi mamá y se había criado hasta los seis años y por donde habrían vivido el corto tiempo de casados mis abuelos, hasta que Adela, mi abuela, abandona todo, coge a mi mamá y huye —creo que nunca sabré por qué— para siempre hasta Viña del Mar, donde vive con sus 85 años. El lugar es un valle dentro del valle, atravesado por un delgado pero fuerte y fresco pequeño hilo de agua y en cuyos lados surgen casi imperceptibles casas rodeadas de árboles, sauces, parrones y flores (“…unas flores de Punitaqui, unas rojas flores, geranios, flores pobres de aquella tierra dura”, ha escrito Neruda). Ahí vive aún un hermano de mi abuelo, o sea, un tío abuelo, quien no supo darme muchos datos tanto por la diferencia de edad que tuvo con mi abuelo como por la vida de minero errante que había tenido aquél. Las imágenes de este viejo Araya respecto al otro viejo Araya, Laureano, mi abuelo, se habían vuelto con los años difusas. Sus recuerdos se remitían a cuando niño lo veía llegar —cansado y pobre, me imagino yo— a casa, después de largas ausencias, para estar un tiempo y volver a partir. Hasta que no volvió más. Se quedó, dicen, de donde era originalmente y de donde es en el fondo toda la estipe de parte de mi madre: Rica Aventura o Toco, antiguas Oficinas salitreras a unos 200 km al interior de Tocopilla, en pleno desierto. Laureano vivió y murió como minero. Aunque ya las salitreras no operaban, se me ocurre que por instinto o costumbre quiso estar siempre ligado a ellas, como los jubilados de antes cuya existencia estaba estrechamente ligada a su lugar de trabajo y por eso siguen yendo hasta conseguir un puesto de guardia o aseador. A mi abuelo lo imagino así. Un hombre del desierto, un minero peregrino, como Ulises, incapaz de volver y quedarse en otro lugar que no sea el Norte, el Gran Norte. Allá debe estar enterrado. Algún día tendré que ir a ver si la pampa me da alguna pista suya, su tumba, acaso su nombre inscrito, así sea en los registros de papeles ajados por tantos años desiertos. En esto me viene  a la mente el corrido Paso del Norte, de Antonio Aguilar (“Paso del Norte/ que lejos te vas quedando/ Tus divisiones de mi se están alejando/ Los pobres de mis hermanos de mi se están acordando/ Ay cruel destino, para ponerse a llorar…”). Te lo dedico Laureano.             

Este, como digo, fue el primer motivo del viaje. No es para menos. Revelárseme de pronto una parte de mi historia, tener al frente a un hermano de mi abuelo, caminar por las calles de Punitaqui, recorrer su cementerio, comer el recomendado sándwich de pernil con la respectiva cerveza fría después de todo y antes de volver al epicentro de operaciones, la ciudad de Ovalle, capital provincial. Y además, como corolario de la historia, poner los nombres que al truncado árbol familiar faltaban.

Pero aún había otro viaje que me venía acechando desde hace tiempo y que estaba, como todo en este peregrinar, ligado a todo. La cuestión era conocer la Tercera Región, la zona del otro mineral, la de la plata y del cobre. Chañaral, Copiapó, El Salvador, pero, al fondo, o, sobre todo, el principal interés estaba en conocer un antiguo poblado minero ubicado a casi  3.000 metros de altura y cuya historia me había dejado deslumbrado cuando supe que en el año 2000 quedó absolutamente desierto debido al abandono masivo que sufrió por problemas ambientales. Hablo de Potrerillos. Después de haber sido durante el siglo XX uno de los principales centros mineros de la región y donde ascendía por entre las laderas de los inmensos cerros un hercúleo tren de carga con la llegada del milenio Potrerillos se convierte en un pueblo fantasma. Su gente debió llevarse todo lo que pudo para no volver más al lugar que les vio nacer y creó ese espíritu aguerrido del minero chileno. Ahí imagino sus casas abandonadas, el hospital, la escuela, sus calles pérdidas en medio de la pampa. 

Pero como no pude llegar a mi deseado destino (por razones de seguridad está cerrado su ingreso), me debí conformar con hacer la ruta del cobre y que antes había sido la de la plata. El circuito, como dije, comienza en Chañaral y asciende hasta El Salvador, campamento éste hecho a medida, una ciudad orgánica perfecta a escala pequeña y cuyo único verdor es el del Estadio del Cobre, del emblemático Cobresal.  Al  sur pero dando la vuelta, como quien dice por arriba, se baja hasta llegar a Copiapó, la histórica ciudad de la plata del siglo XIX, la misma que en el año 2010 se llenó de medios de prensa de todas partes del mundo para transmitir el rescate de los 33 mineros atrapados bajo 720 metros de profundidad. Pero su fama, o infamia, más bien, viene de antes. El pasado glorioso de esa zona se inscribe con Chañarcillo, uno de los más grandes yacimientos de plata de América, descubierto por casualidad por un pastor de cabras y luego vendido a los León Gallo. Lo cierto es que Copiapó es un centro minero histórico que junto al salitre enriqueció como nunca a la oligarquía chilena mientras ésta azotaba inclemente al pobre minero. Ahí se produce también el primer trayecto del ferrocarril de Chile y en general los primeros rasgos de nuestra imperfecta modernidad. En fin, ahí todo se relaciona con su pasado minero: bares, hoteles, terminales de buses, reflejan una ciudad de tránsito a las minas. El copiapino de una u otra forma es en esencia un minero, concibe la vida como tal, es un pueblo de luchas sociales, y la ciudad a su vez, una gran mina a cielo abierto. Debo decir que este viaje a la Tercera Región estuvo además azuzado por las lecturas de Andanzas de un alemán en Chile (1851-1863) (1958), interesante relato de viaje del alemán Paul Treutler, quien cuenta de manera amena y anecdótica los pormenores de los hallazgos, inscripciones y leyes del mineral. Recorrer la zona con Treutler bajo el brazo es anular la distancia temporal, el espacio minero es inmune al tiempo. 

Entonces fue mi ida personal al Norte, de búsquedas y de cuestionamientos interiores, un viaje de aprendizaje. Un viaje exploratorio marcado por estas tres experiencias-hallazgos: la de un pueblo fantasma al que no pude acceder en la realidad, la del viejo minero de mi abuelo cuya figura se pudo apenas reconstruir a partir de delebles fragmentos y la de un huidizo fotógrafo que mientras más cerca, más lejos… Todo envuelto en un halo de misterio de preguntas que llevaban a otras preguntas, devolviéndome siempre al lugar de partida, al rito circular de donde hay que sacar la hebra que permita seguir viviendo.

El viaje fue pues la experiencia de tres universos complementarios y por tanto una realidad que no se podía comprender si no era uniendo estas partes, partes que en el fondo estaban hechas de múltiples fragmentos, todos difusos por la imponencia del desierto y la memoria de los años. Cada viaje comporta una experiencia única. El viaje no existe sino como hechos particulares que a su vez conforman el conjunto. Sin embargo, como todo viaje, éste debía tener un retorno, la llegada al punto de partida. Este retorno estuvo dado por la experiencia vivida el día 24 de febrero del 2007, en Tulahuén.

La llegada a Tulahuén fue un hecho espontáneo, inmediato, apresurado. Puesto un pie en Ovalle y confirmada la noticia que mi fotógrafo vivía a 80 km de ahí no pensé en otra cosa más que en partir al instante. Pero debí aguantarme hasta el otro día. El viaje requería dormir bien para partir temprano; despierto, fortalecido por un buen descanso y desayuno ovallino, pan amasado de queso de cabra fresco y un tazón de café con leche. En la mochila lo indispensable: agua, frutas, un libro y el cuaderno de notas. Ovalle, como la mayoría de las capitales provinciales de nuestro país, es un pequeño centro urbano cuyo valor no está en él mismo sino en su interior, es decir, en los innumerables pueblos que le circundan. Punitaqui y Tulahuén son dos de ellos. Punitaqui es una de las ciudades de esta Provincia del Limarí, ubicada al sur de Ovalle, mientras que Tulahuén es sólo una localidad, un valle, el último del interior, donde más allá no hay más que cerros crecientes del macizo andino, y que pertenece a la comuna de Monte Patria (“Era más grande que el pueblo/ la luna de Monte Patria/ los vecinos la cuidaban/ como a una oveja de nácar…”, canta la Mistral, quien nació bajo este mismo cielo, en Monte Grande).

Dicho y hecho. La idea estaba trazada con tiempo y cálculo. Si cabe contar pormenores, lo haré pero no por el apego al detallismo sino con el fin de construir la imagen completa de una experiencia que se inicia esa misma mañana, hermosa y clara, y que se cierra con la vuelta de esos atardeceres estivales del campo, con los pies molidos de tanto caminar, pero revitalizado por el triunfo de la jornada, por el día ganado, matizado por ese inconfundible olor a tierra húmeda que sale de los jardines recién regados.

La primera experiencia me la brinda el terminal de buses. La estación, el umbral entre el campo y la ciudad, un espacio donde se confunden sacos, cajas de supermercados, viejitas enclenques con un luto absoluto que contrasta con su cabellera blanca. A su lado esos señores decimonónicos que espero se mantengan eternamente con sus desgastados trajes azules, su camisa blanca abrochada al cuello, el sombrero de ala corta (así se visten también lo viejos mapuches, al sur, simulando la parodia al huinca burgués) y con uno bigotito de huaso inconfundible. También están los más jóvenes pero de camisa a cuadrillé, sombrero de paja, jeans, botas, correa de cuero bruto y, claro, la navaja. Este sujeto me causó siempre extrañeza, y hasta algo de desconfianza, lo veo espiando en estos lugares públicos apoyados en esas antiguas y pesadas bicicletas, full equipo. No sé, será que siempre esperan a alguien que nunca llega. Este huaso es medio asolapado (una vez en un rodeo vi a uno reventarle una botella de pilsen chica a otro en la cabeza), le gusta las rancheras y escudriña sin reservas al desconocido. Este espacio de estación rural es la imagen inversamente proporcional al del terminar de buses moderno. Las voces y gritos, los olores, los viajeros, hacen que la espera sea lejos más amena que la de cualquiera de los otros rodoviarios urbanos, tan impersonales, tan de espaldas a la realidad.

Ese mundo de tradición se termina de completar con el destartalado bus o micro que por viejo han dado de baja en la ciudad. Es la versión moderna de la carreta de antaño. Así, en ese mundo interno de estos medios que unen el centro con la frontera rural, donde todos conversan y se ayudan con sus bolsos, los saltos sobre el huevillo y el mucho polvo que impregna todo, se llega a la última parada, la de Tulahuén, donde hace treinta años llegó Sergio Larraín para seguir con su búsqueda de dar con el sentido último del hombre. Pero ya no a través del lente de su Leica sino por medio de la meditación, el silencio, la pintura; todo aquello que lo pusiera en contacto con la naturaleza toda.

En medio del camino se fue vaciando la micro, de modo que en Tulahuén sólo quedamos unos pocos pasajeros. Obviamente el extraño ahí era yo, cuestión que no jugaba a mi favor si quería que la visita al fotógrafo fuera lo más sencilla y natural posible. A todo esto, debo decir que nunca antes hubo contacto alguno con Larraín. No había como. Yo iba con la fe y no con la razón cierta de que él vivía ahí. Una fe inmensa ahora que lo pienso. Mi plan era, como digo, sencillo: llegaría a su casa, tocaría a su puerta, le diría, breve y preciso, mi propósito y luego vería cómo se suceden las cosas. Si me acepta, me decía, conversaría con él el rato que fuera necesario y siempre en torno al paso suyo por Valparaíso; si no, bueno, si me rechaza, estaba igual de preparado como si lo hiciera. Ambas posibilidades a esas alturas ya me resultaban gloriosas. De hecho la experiencia del viaje y el arribo a Tulahuén hacían sentirme afortunado. El arrojo de llegar allá y hacer lo que estaba haciendo me llenaron de un aire épico, y aunque algo nervioso, decidido y confiado en llegar hasta el final. Habría encontrado a Sergio Larraín, el más grande fotógrafo chileno, aquel imperceptible hombre que instaló a Valparaíso en el imaginario poético universal, ese que fue amigo de Neruda, que trabajó con Violeta Parra, el mito viviente que refleja otro Chile, habría sido por fin y por mis propios medios, intuiciones y atrevimiento, hallado por mí. Y entonces, y en el mejor de los casos, se venía una reedición del libro incluyendo la entrevista que le haría y con ella La cuadra y mi trabajo sobre los imaginarios porteños tomarían otro vuelo porque contarían ahora con el testimonio oral de quien hace cuarenta y cuatro años hizo de Valparaíso un espacio poético. Todas esas ocurrencias llenas de entusiasmo mientras caminaba con disimulada ansiedad directo a su casa. ¿Pero dónde vive? ¿Cuál es su casa? No tenía dirección, nada. Sólo este dato: el fotógrafo Sergio Larraín.    

Tulahuén es un poblado pequeño con dos hitos principales: la calle que le atraviesa y la plaza, el resto casas antiguas y pasajes de tierra que abren sendas por quebradas y cerros. Cuando llego, junto con la polvareda que deja la micro después de bajarme, siento el calor de las doce, aquí matizado con una leve brisa verdosa, de hojas que abanican y saludan al visitante. La naturaleza se impone para decirnos que eso es campo y no ciudad. Recuerdo que no había nadie en la calle a quien preguntar por el hombre de mi destino. El primer paso, el almacén. Ahí tampoco había nadie. Nunca hay nadie en los almacenes de campo. Hay que llamar a sus dueños, con un timbre, una campanilla o, como en este caso, con un simple “alooo”. Del fondo sale una señora gorda que parecía estar almorzando. El negocio es parte de una vieja casa de adobe, claroscura, con un gran mesón y una despensa con unos cuantos productos de almacén. La doña me dio el dato exacto, suba por aquí, siga por allá, tire a la izquierda, y métase por ese sendero hasta el final. Ahí vive el pintor (!).

En efecto, era una callecita estrecha franqueada por un largo muro de piedras que llegan hasta el portón mismo de su casa. Una casa de bloques de hormigón bruto con ventanas de madera color verde. Pero esta es sólo la fachada, la puerta principal, si la hay, se halla a la vuelta, una vuelta que implica seguir el sendero de piedras, como la laberíntica ciudad medieval islámica, bajar y perderse porque los árboles, inmensos, o, mejor, desmesurados parrones, tapan todo, excepto una puerta pequeña que parece no conducir a ninguna parte. Y entonces los silbidos, los aló, subir a la fachada y golpear los vidrios de las ventanas, volver a bajar, subir otra vez, era el juego absurdo de sentirse perdido en la incertidumbre total ya que al cabo nada me revelaba, con plena certeza, que Larraín viviera ahí y, por otro lado, la casa ya no era una sino dos o más. En la primera —la de la fachada— era evidente que no había nadie, me cercioré por medio de todas las formas posibles de golpear los vidrios de una ventana: con el hueso del meñique, luego con el del índice, después con el puño, con una moneda… Nada. Nadie. Nadie porque también vi el interior de la casa. Lo que divisé, la verdad, más que una casa eran dos cuartos semivacíos, como olvidados por el poeta de la imagen. En uno había un viejo escritorio con hojas sueltas, ningún libro, pero daba la impresión de tener un uso poco frecuente, el otro lo ocupaba un delgado un colchón tendido en medio, antes que cama parecía un sitio de meditación, pensé. Pero ni muebles, ni camas, ni sillones. Eso que pude ver, recuerdo, ahora después de cinco años, no parecía casa, aunque eran dos salas, que bien podrían haber sido unos cuartos aledaños como, tal vez, y lo más probable, la casa misma de Sergio Larraín, y el resto, patio, siembras, jardines, qué sé yo si ni trepando el muro de piedras pude divisar que había por el lado de abajo. Si Larraín vivía ahí o no estaba o simplemente estaba en otra. En otra para no atender a ningún inesperado intruso citadino.

Pero no me di por vencido. Un parroquiano que pasaba en caballo me dijo que a veces se iba para el monte porque estaba construyendo algo, otra casa, un templo, a estas alturas prefiero imaginar cualquier cosa por inverosímil que sea. No subí tanto y no por el cansancio ni por las posibilidades ciertas de perderme sino por la imprudencia, ya era mucho, hasta su casa parecía un gesto aceptable, un atrevimiento razonable, pero seguir más allá me resultaba un desatino, habría perdido el carácter de búsqueda y transformado en una obstinada persecución. Además podía no estar. Otro vecino me dijo que a veces bajaba a Ovalle, al correo. Eso me desanimó. Me gustaba más la idea de lo inalcanzable. Siempre más arriba el viejo. Más cerca del cielo, donde yo no podía y seguramente nunca pueda llegar. Otro dato era que podía estar en casa de su hijo, con quien se visitaba con frecuencia. Pero eso implicaba, en breve, bajar en picada un kilometro, cruzar un río, seguir una huella y en los primeros caseríos preguntar por Larraín Jr. Eso ya no me gustaba, y, otra vez, no por la distancia (ese día 24 andaba inyectado) sino, por lo mismo, que dejara de ser una búsqueda y se tornara en un evidente acoso. Larraín una presa que testarudamente me habría propuesto cazar. Le habría quitado el carácter mágico al encuentro. Porque siempre tuve reservada la idea de una recepción amable, sobria pero cordial. Jamás me imaginé un acto descortés de su parte. Incluso un “no: no quiero atenderte”, me habría resultado afectuoso. ¿Cómo alguien con esa vida, para mí ejemplar, trataría a otro, a otro como yo, que entonces sólo quería conocerlo y aprovechar de preguntarle por la bohemia popular de Valparaíso —pero nada que tenga que ver con Magnum, sus viajes, su retiro, lo más lejos posible de idolatrarlo como mito, ángel, ni menos como fotógrafo de Dios…— se comportaría ante mí, digo, en forma grosera? Si lograba que conectaran nuestras, como se dice, fibras íntimas, era el inicio de un amistoso diálogo, pensaba yo mientras me acercaba a la que supuestamente era la casa de su hijo. Un poco lejos de la casa-templo.

Ahí estaba la clave. En que el Larraín que yo buscaba no era el mismo que buscaban quienes lo conocían mejor o no conociéndolo querían hacerse famosos por él. Por eso que como tampoco lo hallé en la casa de su hijo lo primero que hice de regreso en Ovalle fue ponerle una carta en su buzón de correo diciéndole que no era fotógrafo ni menos periodista. Tenía la sana necesidad de distanciarme de estos oficios y plantearme como lo que en el viaje siempre fui: un aprendiz. Un viajero detrás de algunas respuestas que llenaran el sentido mi vida. Tal vez por eso fue entonces que al tiempo recibí un paquete de parte de Larraín que contenía una carta respondiendo de alguna forma mis inquietudes sobre ese, su, Valparaíso retratado, y tres libros de meditación, hechos cuidadosamente a mano.

De modo que al final del periplo no sólo no había hallado algún dato más certero o concreto sobre mi abuelo materno (su tumba, alguna foto, algún hermano o primo que hubiera compartido conmigo algún recuerdo concreto suyo), tampoco logré llegar a Potrerillos y recorrer, como quería, sus calles desiertas, visitar la escuela, el hospital, los lugares fantasmas, sentir el peso gravitante de la historia minera de nuestro norte chileno, del mismo modo también me fue imposible encontrarme físicamente con Sergio Larraín. Ninguno de mis propósitos inicialmente planteados tuvo el resultado esperado.

Pero esa es la gracia de la aventura del viaje. Se sabe cómo se parte pero no como se regresa. Las preguntas se multiplicaron. En vez de volver con respuestas llegué con más y más preguntas pero que, paradojalmente, en lugar de inquietarme me serenan porque son preguntas que nacen de respuestas pero ya no de particularidades, ya no de esos tres hechos puntuales que llevaba agendados cuando salí de mi casa, sino de cuestiones más trascendentales que no puedo responderme sino con los años. Porque ya no se trata de fechas, nombres o personas puntuales. La cuestión ahora es más general, adquiere carácter universal en la medida que compromete la historia social, la memoria de nuestro pueblo. Con o a través de Laureano Araya, mi abuelo, y Sergio Larraín, el fotógrafo de Tulahuén ingreso a formar parte de la historia de mi nación, adquiero la nacionalidad cultural que ellos y su generación han brindado a mí y a este país desmemoriado que tanto le cuesta mirar con dignidad el pasado. En fin, el retorno a Valparaíso no es el punto de llegada: es el punto de partida de un compromiso que conmina a retribuir la memoria histórica del cual somos parte y sin la cual no podremos construir ni presente ni menos futuro.

                                                                                                                        Maracaibo, febrero, 2012

Carta de Sergio Larraín: "Poética del oficio"

“Resistencia y escritura en La Habana". Entrevista con Pedro Juan Gutiérrez

José Javier Franco
La Habana, Cuba, 21 de febrero de 2005


El primer libro que leí de Pedro Juan Gutiérrez fue “Trilogía Sucia de La Habana”. Creo que la sorpresa surgió de encontrarme con la descripción de una realidad que, sin ser un panfleto anti-castrista, pero sin dejar de ser un texto político, en el sentido más amplio del término, muestra otra de las muchas caras de Cuba. Y digo otra de las muchas caras, porque la realidad cubana parece multiplicarse según el acercamiento que tenga uno a esa isla de las contradicciones. Tras la lectura de la Trilogía... vinieron otros libros, El rey de La Habana, Animal tropical, El insaciable hombre araña. Luego de la lectura, de cada lectura, se fueron dando las conversaciones con los amigos, esa otra forma de acercarse a un escritor. Desde esas lecturas, desde las conversaciones políticas y literarias sobre Cuba, fue surgiendo la idea de visitar la isla, de encontrarme cara a cara con sus realidades, de hacer esta entrevista.

El primer contacto con Pedro Juan fue a través de su página web. De una serie de mail´s surgió la posibilidad de visitarlo en su casa, en Centro Habana. Seguro a causa de su situación de disidente en Cuba, Pedro Juan se ha vuelto un animal receloso, como todos los animales cautivos. Por fin aceptó y me dio su número de teléfono: ‘Cuando estés en La Habana, me llamas’, me escribió, no sin antes advertirme que no concedía entrevistas políticas. Eso hice, efectivamente, y pautamos la cita.

El edificio, ubicado en la avenida San Lázaro, entre Perseverancia y Campanario, es una mole viejísima, gris, con una pequeña puerta de madera en la entrada. Estar parado frente al ascensor es, de alguna manera, una experiencia literaria, y no exagero. Con ese mismo ascensor se consigue uno en muchas de las páginas de los cuentos y novelas del escritor cubano. Había que tomarlo, subir lenta, carrasposamente por entre esa garganta adolorida. Pedro Juan está a la defensiva, nos mira desde la sospecha. Por las ventanas de su apartamento, que tiene vista por las cuatro esquinas, se observa el pulular del centro, un pedazo del largo malecón, las ventanas indiscretas del vecindario, elementos todos de los que se nutre su escritura. Sobre eso contó muchas historias que no tiene lugar en esta entrevista, pero con las que uno se tropieza en cada página, en cada línea de sus cuentos. Podría decirse que la literatura entra por las ventanas en casa de Pedro Juan.

Ya dentro, el lenguaje hace su trabajo, se mueve por sí mismo, tiene puentes, se abre camino hasta donde (se) quiere llegar. Salimos al balcón, pero la voz del viento era mucho más fuerte que las nuestras e inutilizaba el grabador; entonces, entramos a su habitación. El ambiente era allí más propicio, más íntimo. Sobre la cama estaban muchos de sus trabajos de poesía visual, notas manuscritas, carpetas, lápices, pinturas. En las paredes, un cuadro de él y uno de Yaneth, su esposa. Al pie de la ventana, una mesa, una silla, la vieja máquina de escribir que sigue prefiriendo a la laptop de reciente adquisición. ‘Esa ventana, dijo, la estuve sosteniendo por horas durante el último ciclón’. Yo traía una lista de inquietudes, antes que de preguntas, pero quería, más que hacerle una entrevista, que conversáramos sobre literatura, sobre su experiencia literaria. Esa conversación se mantuvo más o menos en los siguientes términos:

J.J.F.: En la literatura argentina, como en muchas de las literaturas latinoamericanas, existe algo así como una doble figura del padre. Tomo el caso argentino porque lo considero emblemático, pero también porque la literatura argentina se presenta como una de las grandes tradiciones escriturales latinoamericanas. Un panorama, digamos, en el que podemos observar diferentes líneas, diferentes estéticas, corrientes muy variadas. Por una parte, está Borges, como el padre glorificado, reconocido, una figura casi divina, casi mitológica. Por el otro, encontramos a Macedonio Fernández, que es una especie de padre desclasado, olvidado, una figura borrosa en la literatura de ese país, muy a pesar de las reivindicaciones que de él hace Cortázar en su momento, o del rescate que hoy intenta Ricardo Piglia. En el caso cubano, esa figura, ese lugar sagrado de las letras corresponde sin duda a Lezama Lima. El otro, acaso, a Alejo Carpentier... Tengo para mí que tu escritura no se inscribe bajo la égida lezamiana, tampoco bajo la de Carpentier... Parece provenir de otra línea, poco conocida en la literatura latinoamericana. Una escritura que logra “humanizar” a sus personajes, que es una característica que me interesa de tu escritura. Que un personaje pueda eructar, cagar, masturbarse, rompiendo un poco con la figura tradicional de los personajes literarios asépticos... Quisiera que nos hablaras de eso, de esa línea en la que se inscribe tu escritura, pero más allá de esas comparaciones que se han hecho con Charles Bukowski, que me parece una comparación odiosa, o con escritores de la generación Beat, como William Burroughs o Jack Keroac...

P.J.G.: Te voy a dar una respuesta larga, para englobar todo eso de lo que me hablas y quizá un poco más. Yo pienso que en el idioma nuestro hay una larga tradición, desastrosa, de hablar demasiado para decir poco... No sé si eso viene de los políticos o de la literatura. La época en la que yo más sufrí en la universidad... yo hice una licenciatura en periodismo en la Universidad de La Habana... fue cuando tuve que estudiar el Siglo de Oro... en el caso de Cuba, hay dos grandes escritores que marcan la literatura cubana, que son Alejo Carpentier y José Lezama Lima, porque Virgilio Piñera, que tenía otra línea un poco más “vulgar”, nunca fue tomado en cuenta. Era un tipo más loco, era un gay desmesurado que siempre andaba por la calle buscando muchachitos, era un tipo que vivía su vida, que hacía lo que le salía de los cojones o del güevo o del culo... Pero Alejo Carpentier o Lezama Lima eran los dos grandes escritores. Al extremo que son como etiquetas, aquí hay escritores que se llaman a sí mismos lezamianos.

Yo admiro muchísimo a Lezama y a Carpentier. Sobre todo a Carpentier, de quien creo que me conozco su obra bastante bien. Pero cuando admiras mucho a un escritor, debes ponerlo en un altar y no imitarlo. Para mí, Alejo Carpentier es inimitable. Yo siempre lo tuve muy claro, que nunca podría escribir como Alejo, ni me interesaba. Como Lezama Lima mucho menos. Lezama era un tipo muy críptico... él vivía aquí a cuatro cuadras de mi casa, en la calle Trocadero. Lezama vivía en el centro del barrio de las putas de La Habana y parece que le aterraba tanto ese mundo... él era homosexual, no tengo nada contra eso, tengo grandes amigos homosexuales, no se trata de eso, de lo que sí creo que se trataba es del miedo que le tenía él a la vida, veía tanta vulgaridad a su alrededor que vivía encerrado en su casa, en su biblioteca… Sólo hacía literatura a partir de la literatura, de los griegos, de los romanos, de los latinos. Lezama era un tipo muy comelón, que necesitaba mucha comida. A lado de su casa había una pizzería, malísima por cierto, entonces la criada de su casa, que casi era la esposa de él, iba y hacía una cola larguísima desde la mañana, era durante las hambres de los años 60 y 70, luego él iba a la hora del almuerzo y se comía una pizza, se comía unos espaguetis, asqueroso aquello, después iba y hacía un escrito delicioso sobre las grandes comidas del imperio romano. Yo, por supuesto, hubiera hecho otra cosa, no. Yo creo que esa tradición de literatura exquisita, a la larga, ha hecho daño a la literatura cubana, porque fueron dos escritores tan enormes que marcaron a una o dos generaciones de escritores cubanos. Me atrevo a decir que puede suceder lo mismo con García Márquez en Colombia o con Vargas Llosa en Perú, quizá con Borges en Argentina. Acaso lo mismo pasa en México con Octavio Paz, que hizo hasta su pandilla, su grupo... Creo que uno o dos grandes escritores definitivos, se jode toda una tonga de gente, porque a la sombra de esa gente. No es lo mismo en un país donde no haya escritores así; entonces hay más libertad...
J.J.F.: ¿Qué sucede entonces con tu escritura?
 


P.J.G.: Cuando yo tenía 16 o 17 años, ya leía mucho, desde que tenía 7 años, por ahí. Yo leía muchos muñequitos, como le decimos en Cuba a los comic´s, leía Superman, La pequeña Lulú. Por una razón pragmática, porque siempre la vida no es así, en teoría. Yo tenía una tía en un pequeño pueblo de provincia, en Pinar del Río, en el pueblo de San Luis, que tenía una agencia distribuidora de prensa, de muñequitos, de revistas. Entonces yo, desde que tenía 7 u 8 años, le ayudaba a vender revistas y periódicos. Salía a vender las revistas por suscripción, a distribuirlas. Y, por supuesto, estaban ahí las pilas de muñequitos, y yo pasaba leyendo el día entero. Yo vivía en Matanzas, me iba de vacaciones allá y cuando regresaba me iba con una maleta cargada de muñequitos; porque de todo lo que sobraba, mi tía me decía ‘llévate todo lo que te dé la gana’. Entonces, yo me llevaba a Matanzas una maleta cargada y mis padres se molestaban y protestaban. Desde esa época yo andaba cargando libros y muñequitos... lo que nos pasa siempre a los escritores, no. Es decir, que los muñequitos increíblemente influyen en mi literatura actual. Leo mucho en las bibliotecas, en la biblioteca juvenil de Matanzas, hay dos bibliotecas importantes en la ciudad de Matanzas. A los 16 años me tropiezo con un libro de Truman Capote que se llama Desayuno en Tifannis. Me leo aquello y me digo ‘así es como a mí me gustaría escribir si yo algún día pudiera ser escritor. Si algún día llego a ser escritor, porque para mí era una cosa impenetrable... si yo algún día llego a ser escritor, a mí me gustaría escribir así, como este tipo, tal parece que no está haciendo literatura, tal parece que no está escribiendo’. Recuerdo que me lo leí dos o tres veces y empecé a buscar. A partir de Truman Capote empecé a buscar entre los escritores americanos, Sherwood Anderson, John Dos Pasos, Hemingwey por supuesto... Todos esos escritores, son unos cuantos, no son muchos, pueden ser cuatro, cinco, seis, siete... Mogan, que no tiene nada que ver, británico, que entonces escribe de una manera más ampulosa, todo muy elaborado, cronométrico, estos escritores ingleses a mí me molestaban porque, esta gente, qué cojones, hacen como en engranaje, como un reloj, como si la vida fuera un reloj, no. Entonces no me convencían... Ághata Christi, ¿a quién coño se le ocurre cometer un asesinato como si fuera una computadora? Nadie asesina de esa manera, la gente asesina por impulso, pero no así. Lo que te quiero decir es eso, que la influencia mía directa son estos escritores americanos...

JJF: ¿Henry Miller?

PJG: No, a Miller no me lo leí nunca. Incluso hoy en día tengo por ahí Trópico de capricornio y no me lo puedo leer porque para mí es demasiado... no me interesa. Date cuenta que también en Cuba hay una cosa, aproximadamente en el año 60, 61 se produce una escisión de la relación de Cuba y los cubanos con el resto del mundo. A partir de ahí el país se cierra y se convierte en un “laboratorio social”, como se decía. Entonces, se deja de importar libros, deja de entrar prensa extranjera de todo tipo, dejan de entrar programas de TV, de Radio, todo. Cuba se aísla totalmente, en parte por el bloqueo y en parte porque era una voluntad... incluso aquí estaba prohibido escuchar a los Beatles, en algún momento incluso era muy mal visto estudiar inglés. En las escuelas secundarias, en el preuniversitario, se sustituyó el inglés por el ruso. Yo nunca estudié ruso, a mí me cogieron unos cambios de programa y seguí con el inglés, pude seguir en el tecnológico, en la universidad, no tuve nada que ver con el ruso, un idioma que a mí no me interesa. Entonces, estos escritores que en los años 60 comienzan a ser difundidos, en Cuba son desconocidos. A no ser por alguien muy exquisito, que viajara, un hijo de un diplomático, un hijo de papá... yo nunca, yo fui un hijo de un proletario demasiado proletario, así que yo no tenía esas probabilidades. Además, yo vivía en provincia... la Beat generation yo la vengo a conocer ahora, hace 7, 8 meses. Incluso a algunos más acá, porque como Anagrama los publica y ellos me pagan tan poco, me regalan los libros. No me los mandan a Cuba porque les sale muy caro el correo, me los mandan a mi agencia literaria y cuando yo voy a Madrid los recojo... si vas a hablar de influencia es eso, estos escritores norteamericanos del siglo XX por un lado, los muñequitos por otro, y esto no es un chiste, porque los muñequitos funcionan en base a la acción y diálogos muy cortos... Por otro lado… quiero pensar… yo creo que sí… yo vi muchísimo cine, el mejor cine norteamericano hasta los años 50 y, después, a partir del año 60, que el país se cierra sobre todo a EEUU, comienza a entrar todo el cine bueno de Europa, sobre todo el francés, que comienza a hacerse en el 59, 60. Alfredo Guevara, el presidente del Instituto de Cine, era un tipo muy bien formado, había estudiado en Italia, tenía todas las conexiones del mundo, entonces traía todas las películas de Fellini, de Bergman, de todo el mundo. Cada vez que había una buena película él la traía. Las mejores películas de Miro Forman, las tres películas que hizo en Checoslovaquia, enseguida se vieron aquí. Cuchillo en el agua, de Roman Polanski, que es un clásico hoy en día. Todo eso yo lo vi en su momento. Lo mejor del cine soviético, había algunas cosas buenas, interesantes, también las vi. Entonces yo creo que sí, que también el cine me influyó. Yo veo esas tres vertientes...

J.J.F.: Vertientes que, por lo demás, se tornan interesantes en el caso de un escritor, porque de alguna manera construyen una biblioteca muy particular, que es con la que el escritor trabaja. Igual, se convierten en una suerte de textos, texturas, en un gran archivo cultural, como diría Piglia, del cual el escritor va extrayendo temas, pero, sobre todo en tu caso, estructuras, estrategias discursivas. Es una biblioteca que se va haciendo desde el azar, desde las circunstancias, desde las posibilidades que tiene uno de acceder a esas herramientas culturales.

P.J.G.: A los 18 años ya tenía muy claro que quería ser escritor. Eso que tú acabas de decir del azar, yo dije, bueno, sí, yo quiero ser escritor, pero yo prefiero tener una vida más azarosa y con menos estudios literarios, a diferencia de ti. Yo quería ser arquitecto, estudiar arquitectura y tenerla como un trabajo, pero nunca pude estudiar arquitectura, terminé de periodista, lo cual me vino muy bien, porque estás todo el día trabajando con el idioma. Yo ejercí durante 26 años el periodismo, pasé muchos tragos amargos, porque un periodista en un país como Cuba sufre bastante, pero 26 años como periodista me enseñaron a manejar el lenguaje, el idioma. Trabajé 8 años en una agencia de noticias. A los 18 años yo dije, lo que no quiero estudiar es literatura, ni relacionarme con otros escritores, ni tener nada qué ver con la Facultad de Filosofía y Letras, yo me voy por otro rumbo. Por eso tuve tantos oficios, trabajé en la construcción... hice de todo, no sé cuántas cosas hice... yo me dije, a mí lo que me hace falta es conocer mucha gente de todo tipo, tener muchas mujeres, viajar todo lo que yo pueda. No se podía viajar a otros países, pero viajaba dentro de Cuba, hasta los 32 años que, ya como periodista, empecé a viajar, hacia Europa sobre todo. Pero guardaba la escritura como un secreto. Yo era un periodista, simple y sencillamente. A nadie le decía que escribía unos poemas o que escribía un cuento de vez en cuando. Eso yo lo escondía. Hoy yo tengo, en un escaparatico, miles de cuentos. Libros de poesía terminados hay como tres o cuatro que algún día voy a botar, a quemar, no sé. Libros de cuentos, hay unos tres también, que no sirven. Y hay una novela completa y una a medias, que tampoco sirven. Sueltos hay otros cientos de poemas, decenas de cuentos. Todo eso amarrado en paquetes... yo un día cojo todo eso y lo quemo, lo desaparezco. Porque yo era muy exigente, auto exigente. Escribía algo, lo guardaba un tiempo y después no me gustaba, pensaba que no funcionaba, que era muy artificial, que estaba todo muy colocado, por supuesto, no me acababa de convencer. Y seguí insistiendo, insistiendo, pero siempre como un secreto, como el que tiene un hobby pero que no le interesa que nadie se entere porque coleccionas fotos de mujeres desnudas, una cosa así, como si fuera un pecado, entonces las escondes para que nadie las vea. Así hacía yo con la literatura, hasta que en el año 94, creo que en septiembre, yo estaba llevando una vida muy loca, trastornada, vivía solo en esta casa, estuve un tiempo viviendo con mi hijo, luego me quedé viviendo solo, una vida muy promiscua, de muchas borracheras, escribí el primer cuento de La trilogía sucia..., exactamente el primero que aparece en La trilogía sucia... y me gustó. Había logrado escribirlo de una manera muy libre, suelto. Yo estaba en una situación que me daba lo mismo lo que pasara conmigo, me daba igual. Si me metían preso, si me leían, si no me leían... y escribí de esa manera. Entonces, como a los 15 o 20 días, escribo otro cuento, de cosas que me estaban pasando, de mujeres, de templetas, de gozadera, de borrachera. Yo estaba pasando mucho trabajo también. La trilogía... es un libro muy autobiográfico, entonces me sucedían cosas y yo escribía un cuentecito y lo metía en una carpeta. Cuando vine a ver, tenía tres o cuatro cuentos y me dije, coño, esto funciona y me puse ya con un poco más de... Trilogía... de todas maneras, no obedece a un proyecto intelectual, era escribir unos cuentos que me gustaba como estaban saliendo y ya. Yo tenía mucho tiempo, porque estaba lo que se llama ‘el período especial’, año 94 y 95, y trabajaba en una revista que de semanal pasó a mensual y de ser una revista gruesa pasó a nada, a un folleto, entonces tenía 28 días libres al mes y trabajaba dos. Sin dinero, por supuesto, porque el salario no valía nada, pero podía... la literatura es ocio, si tú estás preocupado porque mañana tienes que entrar a trabajar a las 8 de la mañana y te tienes que levantar a las 7 o a las 6 y media, entonces no te puedes sentar a escribir, porque yo me pongo a escribir ahorita y me cogen las doce de la noche, la una de la mañana. No puedo estar con la preocupación de que tengo que ir a trabajar mañana...

J.J.F.: Además, las funciones del trabajo, las obligaciones, se meten en la cabeza y no te permiten pensar, al menos no en la literatura...

P.J.G.: Te matan. Tienes que estar muy relajado, no tener preocupaciones, para estar laborando. Mañana me paro a las 7 de la mañana, hago café y me siento a escribir hasta mediodía, hasta la una, no tengo nada que hacer. Entonces yo tenía mucho tiempo, me pasé tres años escribiendo La trilogía... sin pensar en nada, escribiendo por escribir...

J.J.F.: El afuera, el entorno, la realidad, parecen ser determinante en tu escritura, no sólo en la forma y en el fondo, sino incluso en el ejercicio escriturario... alguna vez dijiste, creo que en El rey de La Habana, que no podías escribir fuera de Cuba... Incluso en muchos de los títulos de tus libros, aparece La Habana, es una presencia constante, una ciudad fantasmática, pero también fantástica, a la que se la siente, no como escenario, sino como un personaje más. La Habana camina, respira, se mueve... es un organismo vivo, una máquina de producción ficcional... No es un lugar, no es el escenario donde actúan los personajes, sino que interactúa con ellos, con Pedro sobre todo, que es una figura central de muchos de tus cuentos. Hay como una decisión del escritor Pedro Juan de colocar La Habana de esa manera y que ese mecanismo se transparente en tus textos. Quisiera que me hablaras al respecto.

P.J.G.: ¿Tú sabes qué sucede con La Habana? Que yo no soy de La Habana. Yo nací en Matanzas e hice toda mi vida entre Matanzas y Varadero... en Pinar del Río, también, mis padres son de Pinar del Río. Entonces yo siempre venía a La Habana, pero me iba, desde niño. Yo tenía dos tíos aquí en La Habana que eran muy ricos, que vivían muy bien, entonces me traían y pasaba aquí dos o tres semanas con ellos. Después pasé aquí el servicio militar, que son cuatro años y medio. Después estudié en la universidad, en fin. Siempre tuve romances con habaneras. La mujer habanera es diferente que la mujer de Matanzas, la mujer de Pinar del Río. La mujer habanera siempre es más agresiva, es más furiosa, es más independiente. Como sucede en casi todos los países, la mujer de la capital es diferente a la de las provincias. Cuando tenía 19 o 20 años, yo tuve un romance con una muchacha de un barrio de la periferia de la ciudad, un romance largo, de dos o tres años, que a mí me marcó mucho. La de ella y su familia fueron vidas frustradas por la pobreza y por el subdesarrollo. Ella quería estudiar medicina, era muy inteligente, muy hábil, muy capaz, pero era muy enamorada, era muy sexual, era muy erótica. Ella vivía en un barrio que se llama el Diezmero en el que hay un machismo galopante, brutal. En Cuba el machismo no es así, tan brutal, pero ahí sí. Entonces empezó a tener hijos de hombres diferentes, cuando vino a ver tenía tres hijos y el barrio se la comió; el subdesarrollo, la pobreza se la comieron, no pudo estudiar medicina, no hizo nada, se quedó embrutecida ahí. Sucedieron muchas más cosas en esa familia. Pero a partir de ahí a mí me marca un tema: cómo la pobreza, el subdesarrollo, puede ser en Cuba, en Venezuela, en Brasil, en cualquier lado, cómo la pobreza y el subdesarrollo destrozan a la gente. Porque es un círculo vicioso, una trampa ¿Tú te has leído El rey de La Habana?

J.J.F.: Sí...

P.J.G.: La tesis esencial de El rey de La Habana es esa. La pobreza, el subdesarrollo como un círculo vicioso del que es prácticamente imposible salir. Estás ahí y no sabes cómo irte, cómo salir. Porque naces en eso y te mueres en eso. Entonces aquello me marcó y yo me dije, algún día tengo que escribir una novela con esta gente, con esta historia. Y eso lo mantuve en el subconsciente hasta que, por azares de la vida, ya con 36, 37 años, me vine a vivir para acá. Ya era un hombre más o menos formado, con una familia, periodista desde hacía años y caigo en este barrio. Al día siguiente me llama un muchacho y me dice: ‘mira, ten cuidado con tu muchacho porque por aquí abajo venden marihuana y te lo pueden complicar, le echan un cigarrito en el bolsillo, te lo complican y el responsable eres tú. Si la policía lo coge con marihuana en el bolsillo...”. Yo me dije, ¿dónde yo me he metido? Porque no parecía, no estaba tan destruido como se ve ahora, estoy hablando de hace 15 años atrás. Entonces me empecé a meter en esta vida, me divorcié, me quedé viviendo solo acá. La vida en este barrio, si no lo vives, no la percibes. En realidad, yo no hablo en mis libros de la ciudad de La Habana, es imposible abarcar una ciudad completa. Imagino que con Caracas es lo mismo, con Sao Pablo es igual... Tú puedes hablar de una zona, yo hablo de Centro Habana, de este barrio. Incluso a veces marco las calle, digo ‘subí por Perseverancia, doblé en Neptuno’, qué sé yo qué. Escribir eso, ir marcando itinerarios, me daba gusto. Es decir, que lo que hago es vivir un área, un barrio, que yo realmente lo viví, realmente era así. Estaba sin dinero, tenía que estar guapeando en la calle, inventando muchas cosas que no escribí porque me daba pena, tenía que buscar dinero y me sucedían millones de cosas en esa búsqueda. Por eso es que este barrio tiene una participación tan fuerte, tan viva en mi literatura, pero lo hice de manera inconsciente. Incluso hay quienes ven una carta política. Yo no pretendí escribir una carta política ni una carta erótica. Yo, sencillamente, lo que me sucedía, lo iba escribiendo. Después cada quien hace su propia lectura. Hay antropólogos que creen que es antropología, hay periodistas que creen que son crónicas periodísticas lo que yo escribo, cada cual cree lo que le da la gana, yo escribí lo que me dio la gana también.

J.J.F.: Quería que habláramos de eso. Uno lo siente en la lectura de esos textos. Hay una fusión de escrituras ahí. La crónica, la autobiografía y la ficción. Esto es parte, imagino, de esa libertad con la que dices sentarte a escribir. Y digo libertad haciendo referencia a tu comentario sobre que La trilogía sucia... no obedece a un proyecto intelectual, sino que es un libro que se fue construyendo a medida que te ocurrían cosas. Digamos que la vida y la escritura iban ocurriendo juntas. Sin embargo, lo que me sorprende es que la autobiografía dé para tanto. Imagino que la salva la ficción...

P.J.G.: La salvan también otras cosas que sucedían alrededor, aquí en el barrio. No sé si los venezolanos son iguales, yo creo que sí, pero los cubanos son muy extrovertidos, hablan mucho y cuentan sus historias. Entonces los vecinos, las viejitas… yo me ponía a hablar con ellas aquí en las escaleras… ya estaba montado en los cuentos, entonces yo lo iba reelaborando y adaptándolo a la vida de Pedro Juan. Sin embargo, te puedo decir que en un 80% ese libro es totalmente autobiográfico. Esa fue una época desproporcionadamente intensa.

J.J.F.: Pero Pedro va a seguir escribiendo y por eso era la pregunta anterior ¿cuándo, dónde se agota la autobiografía? ¿Hay transformaciones en la escritura? ¿Sientes que va rumbo a otra cosa?

P.J.G.: No, lo único que he escrito así, fuera del ámbito autobiográfico, es El rey de La Habana, que está escrito en tercera persona. Ese libro surge a partir de una serie de reportajes que hice en un correccional de menores que hay aquí, en las afueras de La Habana, por Guanabacoa. Ahí me enteré de muchas cosas. Visité el lugar muchas veces, entrevisté a los padres, a los muchachos que estaban detenidos ahí, a los sicólogos, a los educadores. Al final, lo que pude hacer fue un pequeño reportaje, muy elogioso. Las partes oscuras no las pude reflejar... el periodismo, por lo menos aquí, es así. Pero todo eso se me quedó adentro y después salió en El rey de La Habana. Y lo otro que escribí así, que veo como un divertimento, es Nuestro GG en La Habana, que es una novela pedida por el editor de Brasil. Pero todo lo demás se basa en mi experiencia personal, siempre en la escritura se refleja la experiencia personal, de una manera u otra, porque te conoces bien. Entonces yo lo hice de una manera desfachatada, abierta, explícita, al menos en estos tres libros del ciclo de Centro Habana. Se debe publicar en septiembre de este año El nido de la serpiente, memorias del hijo del heladero, que es sobre el Pedro Juan jovencito, entre 15 y 20 años, viviendo entre Matanzas, en La Habana. También es muy autobiográfico, pero se supone que es una novela sobre el personaje, sobre el Pedro Juan literario. Lo que estoy escribiendo ahora mismo también es sobre cosas que me suceden. Yo he tenido siempre un sino en mi vida, quizá yo mismo lo busco, que es vivir muy intensamente, de manera casi corrosiva. Supongo que con los años me vaya frenando un poco. Ahora mismo me quiero ir de este barrio, para frenarme un poco. Porque siempre he vivido así, muy intensamente, con mucha locura. Llevo apuntes, libretas de diario, y cuando pasa el tiempo las utilizo como material. Quiero pensar incluso que ese es un hábito que se consolidó mucho dentro de mí desde la época de periodista. A mí me gustaba el periodismo de investigación, buscaba temas más o menos interesantes, que me obligaran a irme a las provincias, investigar, y después escribía.

J.J.F.: Cuando hablábamos de esas figuras importantes de la literatura, pensaba en el Boom, en las influencias que tuvieron esos grandes escritores en las literaturas latinoamericanas. Ahora es cuando algunos escritores empiezan a desmarcarse, al menos yo lo veo así. Y sin embargo, persisten esas influencias en muchas escrituras, a veces incluso de manera imperceptible. Al deslindarse, una de las líneas de escritura que se abre es esa de la crudeza, de desmitificación de nuestras realidades, de acercamiento a la cotidianidad. Uno, el lector quiero decir, en las lecturas que hace, va estableciendo ciertos vínculos, secretas alianzas entre una y otra escritura. Un trabajo que veo cercano al tuyo, con todas las diferencias que pueda haber, es el de Fernando Vallejo, el escritor colombiano, o Mario Bellatín, el mexicano...

P.J.G.: Leí “La virgen de los sicarios”, pero no conozco nada más...

J.J.F.: Pero a lo que me refiero, a lo que quería referirme, no es a si lo has leído o no. Creo que esa es una de las líneas, uno de los derroteros que han buscado nuestras formas literarias para desmarcarse del Boom, de un lenguaje grandilocuente que se empeñó en construir metáforas inmensas de América Latina. Escrituras que se plantearon descifrar la identidad latinoamericana. ¿Cuál es la apreciación de Pedro Juan Gutiérrez en torno a eso? ¿Qué pasó con la figura del escritor? ¿Por qué volcó la escritura hacia sí mismo? ¿Por qué el escritor dejó de dar las grandes respuestas políticas, culturales, sociales, y se centró en su alrededor más inmediato?

P.J.G.: Cuando tú mencionas el Boom, yo recuerdo inmediatamente a García Márquez, a Cortázar. Como todo el mundo, a García Márquez yo lo leí completo. Primero me deslumbró, pero inmediatamente me di cuenta de que era un carnaval de palabras que a mí no me interesaba como modelo literario. Cortázar hacía una literatura muy diferente. Pero con él me pasaba como con Carpentier, que es un tipo que admiro tanto que no me atrevería a... Cortázar es la literatura por la literatura por la literatura... o Kafka. Los admiro tanto que soy incapaz de imitarlos. Yo los tengo ahí, guardaditos en un altar, a Cortázar y a Kafka, que son mis dos grandes escritores, y no pretendo imitarlos en nada ¿Qué sucede? Date cuenta que la mayoría de estos escritores que tú has citado, incluyéndome a mí, hemos sido siempre gente de izquierda, con una inquietud política y con una militancia política. Yo siempre fui militante, aunque no militante de partido, sino militante de corazón, hacia la izquierda. Y una inquietud y una sensibilidad por la pobreza, al extremo que es ese el centro de mi literatura, la pobreza, el subdesarrollo como círculo vicioso, como trampa, como área de exploración. Es lo que me interesa explorar. No te puedo hablar de otros escritores, te hablo del caso mío. Cojo mi materia de la realidad que me circunda, que es tan fuerte, con gente tan comunicativa -si viviera en Suecia no sé qué escribiría- pero viviendo aquí, es fácil escribir sobre esto. La literatura yo la entiendo como conflicto y como antagonismo. Yo no puedo entenderla de otra manera. Aquí el conflicto y el antagonismo están ahí constantemente. Hay una violencia, una agresividad, una fuerza de la gente que vive condicionada por... La violencia de Vallejo es más extrema que la mía, es una violencia que llega a la sangre, al desprecio por la vida, muchachitos adolescentes que ya desprecian la vida. Ese es un drama terrible, y de qué otra cosa vas a escribir si estás inmerso en ese mundo, escribes La virgen de los sicarios... yo no soy un hombre vacío, yo no me puedo evadir de los problemas que me rodean, de mi barrio... eso me trae problemas, porque escribo de manera tan evidente de las vecinas que me ha traído algunos disgustos, pero eso es como una factura que te pasa la literatura por escribir de esta manera y tienes que enfrentarlo, sabes que tienes que pagar. En mi caso, el peaje es mayor, porque eres el pesado, el que está poniendo el dedo en la llaga. Tú jamás encontrarás en la prensa cubana o en la televisión cubana un reportaje hecho aquí en estos barrios. Esto no existe para la prensa cubana. Para la mayoría de los escritores que quieren escribir como Lezama o como Carpentier, tampoco existe esto. Ellos escriben desde El Vedado para Miramar, o desde Miramar para España, Alemania... y esto lo ignoran ex profeso para no machacarse los huevos. Yo sí he decidido machacarme los huevos y hablar de esto y buscarme problemas. Y yo sé que me estoy buscando líos y que soy el pesaito, yo lo sé, pero lo estoy dejando en blanco y negro. Cuando me muera, creo que me muero con mucha tranquilidad porque lo que me tocaba hacer a mí, creo que lo estoy haciendo. No pretendo cambiar realidades, un libro es una mierda, un libro no puede cambiar nada. Pero por los menos estoy diciendo algo y la gente, el día de mañana, quizás me lean y dice ‘Ah, coño, mira como era esto y todavía cien años después, mira, sigue siendo la misma mierda’. Porque además en eso soy muy pesimista, no creo que vaya a cambiar nada, ni en diez ni en cien años. Creo que cada pueblo tiene un proceso civilizatorio muy largo y que ese proceso no se puede violar. Hay políticos oportunistas, como son siempre los políticos, que tratan de manipular eso y decir ‘ahora sí vamos a salir de la pobreza, en tres años salimos de la pobreza, ahora sí llegamos a la libertad...’ Mira a Lula, en Brasil. Dijo ‘vamos a erradicar la pobreza’ y no ha erradicado ni cojones, porque no la puede erradicar... Es un largo proceso civilizatorio por el que tiene que pasar Brasil, por el que tiene que pasar Cuba, Venezuela, cualquier otro país... Ni los políticos pueden hacer nada, ni que quieran... Lo que quieren es hacerse millonarios y salir echando como hizo Fujimori en Perú o Salinas de Gortari... y la literatura mucho menos ¿qué poder tiene un escritor de cambiar nada? Lo más que puede hacer es explorar un área, una zona, explorar al ser humano. Lo que hizo Balzac, lo que hizo Defoe... Tú lees por ejemplo Moll Flanders, esa novela de una puta es fascinante, cómo ese hombre se metió en la sicología de Moll Flanders, de esta mujer, de esta puta, a mí me fascina... El diario del año de la peste, que lo escribió como 10 o 12 años después de la epidemia de peste en Londres, con esa fuerza con que ese hombre escribió eso, casi es un reportaje... entonces, eso es lo que podemos hacer los escritores, casi nada.

J.J.F: No es fácil acercarse a la literatura cubana. Casi no sale nada o salen los grandes nombres, que reeditan y reeditan. Eso no está mal, pero poco se conoce a los nuevos escritores, a excepción de los que están fuera, los que se han ido. Yo he tenido la suerte de leer a Leonardo Padura, a Abilio Estévez, pero quisiera que me hablaras de algunos otros escritores cubanos contemporáneos que tú consideres de cierta importancia, a pesar de que ya me dijiste que es un mundo con el que no te involucras mucho, pero seguro que lo haces mediante la lectura. Lo que quisiera es que me hablaras como lector de por donde anda la literatura cubana que se produce en la isla...

P.J.G: Yo tengo dos o tres amigos... Somos amigos Leonardo Padura, Marilyn Boves, Amil Valles, Angelito Santiesteban, María Rodríguez, no sé, cuatro o cinco... no muchos, Humberto Colina... Es una gente así, que somos amigos, pero no me prodigo mucho en ese mundo... La literatura cubana está muy desperdigada. Abilio Estévez está viviendo hace años en Palma de Mallorca, publicando en España... y en otros países, ya aquí prácticamente no se le publica. Cabrera Infante, que también tiene dos o tres libros buenos, en Londres de toda la vida. Zoe Valdez que es escritora, puede ser buena o mala, lo que diga la gente, vive en Paris y no la dejan venir a Cuba. Edmundo Desnoe, un escritor extraordinario, se frustró mucho, se fue a Estado Unidos, ahora vive en Boston y no escribió jamás nada. Es decir, que hay una gran dispersión en la literatura cubana, eso es lo que hay que ver, una gran diáspora. Cuando se van muriendo estos grandes escritores que están fuera, entonces en Cuba son reivindicados. Se murió Severo Sarduy, entonces se hizo un coloquio en Casa de las Américas, se publicó un librito de él, pero su obra no está publicada y pueden ser 8 o 10 libros fascinantes. Reynaldo Arenas se murió de SIDA en Nueva York y nunca se ha publicado nada en Cuba. Hay una novela excelente de Guillermo Rosales, que se llama Boarding Home, es increíble, increíble, increíble. Siruela la publicó como La casa de los locos. Tampoco se conoce, nadie sabe nada de eso. Yo mismo, que escribo, mis libros no se publican aquí. Me publicaron este que te di, Melancolía de los leones, una edición pequeñita de Animal tropical, que no se vio prácticamente en ningún lado, no se sabe qué pasó con esa edición de dos mil ejemplares de Animal tropical... Y es una situación muy prolongada, son cuarenta y pico de años manteniendo esta situación... a los escritores que están fuera de Cuba no se publican, aquí se publican nada más a los clásicos, que están muertos ya y son muy convenientes... Pero hay gente escribiendo cosas muy interesantes aquí en Cuba en este momento, no sólo en La Habana, sino en Pinar del Río, que conozco alguna gente... Escribiendo en esta línea de realismo, de indagación, de búsqueda, de desprejuiciamiento, de mostrar el racismo y el machismo... decir ‘bueno, sí somos racistas y machistas, sin corrección política alguna, somos así y punto. Cuando la sociedad cambie, entonces cambiará mi literatura, pero mientras tanto no’. Estos muchachos, escritores de 20 a 30 años, están escribiendo con fuerza, pero no logran publicar, apenas un cuentecito por aquí, por allá, es una cosa casi subversiva escribir aquí en Cuba, no. Y eso dificulta mucho el trabajo de los escritores. Tú escribes, pero después tienes que tener un editor y tienes que publicar y vender y vivir de la literatura para que, lo que hablábamos ahorita, poder dedicarte a tus libros por lo que te queda de vida, no. Y entonces la situación es un poco frustrante, tal como yo la veo. Acaba de pasar una feria del libro, que se hizo aquí con bombos y platillos... yo no voy a esas ferias del libro, no me interesa, porque son básicamente libros de Julio Verne, de Chejov, de Balzac... o muchos libros políticos, básicamente. Y dos o tres cositas que publican por ahí...


J.J.F.: Bueno, yo conseguí una joyita... Todos los cuentos, de Piñera.

P.J.G.: Ah, mira, ni sabía que los habían publicado, qué bueno. Eso es muy raro, pero no quiero entrar en profundidades. Sí es una literatura efervescente. Tú me perdonas que yo vaya a decir esto, porque tú eres venezolano, pero a mí me parece que en América Latina hay tres grandes cuerpos literarios. Uno es el Argentino, básicamente el de Buenos Aires, porque es poco lo que se conoce de Rosario, Córdoba o Tierra del Fuego. El otro es el mexicano, que tampoco es Monterrey, ni Tijuana ni Yucatán, es Ciudad de México. Y el otro es el cubano. Son cuerpos literarios que vienen desde finales del siglo XIX. En Chile, Nicanor Para y dos o tres escritores. En Perú, otro tanto, César Vallejo, Mario Vargas Llosa, Bryce Echenique. En Colombia, igual, García Márquez y dos o tres más. Y así, cuando analizas, yo lo digo con todo rigor. Aquí sucede lo mismo, los santiagueños, desde Santiago de Cuba tienen que venir a La Habana a publicar. Y esos tres grandes cuerpos literarios, dejando fuera a Brasil que es una maravilla, pero como ellos hablan portugués o brasilero, ya no se sabe ni qué es lo que hablan, es otra cosa. Eso sí es fascinante, el cuerpo literario, artístico, de experimentación que hacen ellos. Yo a Brasil lo conozco un poco, he visitado varias ciudades, lo he visitado desde hace veinte años. Pero dejando fuera a Brasil, México, Argentina, Cuba, esos son los tres cuerpos literarios que marcan las pautas de nuestra vida, ¿Estás de acuerdo, no?

J.J.F.: Sin duda, pero yo he pensado, por ejemplo en el caso venezolano, que la ausencia de una tradición tan férrea como la argentina le brinda a los escritores cierta libertad...
P.J.G.: Pero eso es buenísimo, por lo que tú decías, yo no lo había pensado desde ese punto de vista, pero en Venezuela, como no hay sombra, hago lo que me salga de los huevos y lo que haga puede ser novedoso, puede ser bueno, porque hasta ahora nadie he hecho ni cojones o se ha hecho muy poco.

J.J.F.: A mí me encantaría haberte traído algo, pero no lo tenía conmigo en Caracas. Son dos novelas de Renato Rodríguez, un escritor venezolano, que escribió hace tiempo, en los 60 o 70, en las que se logra ese vínculo con la realidad del que venimos hablando, esa construcción un poco más humana, más creíble de los personajes y que considero una escritura muy cercana a la tuya, quizá con abundancia de palabras, pero sin la pretensión de un lenguaje “poético”. Se trata de Al sur del equanil y La noche escuece. Es un escritor marginal, incluso a nivel académico es poco o nada lo que se estudia de la obra de Renato Rodríguez. Algunos lo han catalogado incluso de basura. Pero a mí me parece genial, sobre todo que se haya hecho en Venezuela.

P.J.G.: Otra cosa es que los escritores latinoamericanos tienen que publicar en España para que los conozcan, porque si no te quedas ahí, en tu paisito y no te conoce nadie, te leen los cuatro gatos que están alrededor tuyo. Yo tuve mucha suerte, porque La trilogía sucia..., que fue el primer libro que traté de publicar, se lo di a dos redactoras de la editorial Oriente, de Santiago de Cuba, en el año 97, cuando hubo un inicio de recuperación editorial, porque las editoriales estuvieron paradas desde el año 91, no había ni siquiera papel. Ellas estuvieron en mi casa, estuvimos bebiendo y yo les leí un par de cuentos. Ellas se llevaron el libro, pero parece que cuando lo leyeron le cogieron un miedo terrible y nunca me contestaron. Luego, lo mandé a buscar a Santiago con un amigo y lo traje para acá. Vino una francesa como jurado al Casa de las Américas, entonces se lo di y se encaminó por España. Todo fue muy azaroso. Lo escribí a lo loco, lo terminé a lo loco. Cuando me llamó Herralde, que es el editor de Anagrama, me dijo ‘Sí, yo quiero publicarlos, pero en un solo volumen ¿qué título tú le pondrías?’. Él, muy profesional, pero yo no sabía nada, le dije ‘No sé, yo lo que veo es algo así como una trilogía sucia de La Habana’. Y él me dijo ‘ése mismo es el título’ y colgó, para no darme tiempo de rectificar. Yo no pude hacer un trabajo de edición, por eso es un libro lleno de chapucerías, de repeticiones... la idea mía era que saliera un librito cada año, si salían los tres libros. Hoy en día yo no me atrevería a releerlo, porque me echaría a llorar. Pero, bueno, ya está publicado. Ahora acaba de salir en Noruega y en Israel, una edición en hebreo. Es decir, que el libro ha salido en 17 o 18 idiomas.

J.J.F.: Te quería preguntar sobre otras cosas. Uno, yo al menos, primero te conocí como narrador. Después uno descubre que eres pintor, fotógrafo, que haces esculturas. Eso me hace pensar en ese cuento que está en Melancolía de los leones, ‘Cosecha de pedros’. Entonces, quería preguntarte sobre esa convivencia entre el Pedro pintor, el Pedro cuentista, que yo siento se transparenta en la escritura. La pregunta sería, no sé si la más acertada, ¿por qué tantos lenguajes? ¿Qué pasa ahí con eso que se quiere llevar al otro o confesar al otro? Yo veo la literatura como confesión también...


P.J.G.: Si, parece que en mí hubo siempre como una voluntad o una vocación comunicativa. Traté de estudiar pintura cuando era adolescente, pero no pude. En Matanzas había una escuela de arte muy buena, pero no pude. Después empecé a estudiar pintura por mi cuenta y hago mis trabajos. Hay una necesidad de comunicarme y utilizar los medios a mi alcance. Escultura hace tiempo que no hago, porque no tengo condiciones. Además no tengo tiempo. La literatura me lleva muchísimo tiempo, para escribir tres o cuatro páginas, nadie sabe el tiempo y la energía que hay que gastar y la concentración que tiene que tener uno. Lo que hago entonces es pintar. Pinto bastante. Tengo unos 60 o 70 cuadros. Hice una serie de poesía visual, pero la enfermedad de mi madre me tiene también muy paralizado. Ahora estoy muy activo es con la literatura y la pintura. Cuando me agoto con una cosa, paso a hacer la otra. Este año, quiero decir 2004, que estaba muy agotado porque había escrito casi un libro anual, me concentré en Lulú la perdida, del que ya hay algunos poemas en mi web site, me concentré en eso y en la poesía visual. Y en tomar notas. Ahora es que me vengo a concentrar en una novela, pero la literatura se ha ido convirtiendo en el trabajo principal. Lo otro es como el violín de Ingrid, la pintura me ayuda a relajarme. De poesía, cada tres o cuatro años escribo un libro, casi sin darme cuenta. Empiezo con un poema y cuando vengo a ver, viene el otro, el otro, el otro. En un año, puedo hacer un libro de 80 páginas. Y la poesía visual es como un juego. En el periodismo, me encantaba la crónica literaria, ahí podía jugar con la realidad, moverme, ficcionar; en otros géneros periodísticos no, tienes que ser sumamente informativo. Parece pues que es eso, una serie de voluntad comunicativa.

J.J.F.: Voy a leerte una frase que copié de Piñera: “Algún día se verá que tuve razón en quedarme a vivir en mi país, a pesar de la difícil situación. Razón, decía, y sentido histórico”. De alguna manera, eso tiene que ver con tu decisión de ocupar un lugar de resistencia, de confrontación, aquí, en La Habana. Eso marca la escritura, sin duda. Más allá de los conflictos con los otros, o con el gran Otro. Pero lo que me interesa es, digamos, la relación contigo mismo, con Pedro Juan, para mantenerse ahí, así. No creo que ése sea el lugar tradicional del intelectual, del artista de feria, de club literario, de congreso de escritores. Es un lugar al margen de muchas cosas ¿cómo pelea Pedro Juan desde ahí consigo mismo?

P.J.G.: El problema es que yo soy un cubano privilegiado. Desde principio de los años 60, comenzó una emigración muy fuerte. Se supone que en este momento hay entre dos y medio y tres millones de cubanos en el exterior por razones políticas o económicas, o por razones político-económicas. Pero no vamos a analizar el éxodo. Te decía que soy un privilegiado porque he podido viajar y regresar. La primera vez, te dije, fue en el año 82, tenía 32 años, y fue a RDA, la Alemania socialista. Después fui a la Unión Soviética, a Polonia, a España, México... Cuando viajas, puedes tomar distancia y comparar lo que tú tienes con el resto del mundo. Poco a poco me di cuenta que no importa donde viva, siempre voy a ser el mismo. Yo soy yo, en confrontación y problemas y líos conmigo mismo, con mi propia razón de ser. El hecho de ser racional ya es un problema. Como dice el budismo, el primer motivo de sufrimiento es el nacimiento. Desde el momento en que naces, ya te estás buscando un problema. En el budismo se dice de manera más elaborada, pero en esencia quiere decir eso. Entonces yo tomé la decisión de quedarme. Yo tengo aquí a mis cuatro hijos, la más pequeña tiene cuatro años... tengo aquí a mi madre, a quien no quiero darle la espalda. Aquí tengo a mi gente, a mi familia, mis lugares. Yo estoy escribiendo ahora una novela que es a base de recuerdos, incluso de los tres años ¿Por qué yo voy a renunciar a eso por unas circunstancias políticas coyunturales muy específicas? Que pueden ser muy adversas, sí, pero uno tiene que tener un poco de cojones en la vida, no hay otra manera de decirlo. En definitiva, la vida en Venezuela no es tan fácil o para los brasileños la vida no es tan fácil, ni para los americanos... donde quiera que estés... pero además, yo tengo como una vocación hacia la pobreza, hacia la miseria, tengo que indagar en ellas. Tengo la suerte de que he podido vivir en todos los niveles sociales. Cuando visitaba a mis tíos ricos en La Habana, debía comer con servilletas, copas, la punta del cuchillo o la del tenedor y todo muy exquisito y cuando llegaba a mi casa en Matanzas era con una cuchara, el plato en la mano. Por eso creo que he sido como un explorador de la realidad que me circunda. Aquí me consideran por lo menos el pesado de la familia, pero en otro lugar siempre voy a ser un ciudadano de tercera categoría, aunque sea un escritor o un intelectual, lo que sea, siempre vas a ser un extraño, un extranjero. Entonces también es una decisión muy pragmática. Me quedo aquí y me arriesgo y pa’lante, no. No sé si te respondo, pero por ahí va la cosa. Y en esencia, soy un hombre muy sentimental. Incapaz de darle la espalda, de alejarme de mi madre, de mis hijos, alejarme de lo mío. Me parece que es una especie de traición. Esta gente de aquí del barrio... yo escribo, ellos no saben escribir. De algún modo, te puede parecer un poco petulante esto, pero de algún modo, yo soy como la voz de los que no tienen voz... Yo, Leonardo Padura o Amil Valles, que también vive aquí cerca y escribe sobre esto mismo, somos un poco la voz de los que no tienen voz ¿Voy a irme a beber a una fabela en Río de Janeiro? Eso que lo haga Paolo Lins, que lo hizo muy bien con Ciudad de dios. Él lo hizo ahí porque conocía donde vivía. Yo lo hago aquí, porque lo conozco y es de esto de lo que tengo que escribir.

J.J.F.: Esta es quizá una pregunta incómoda. En los cuentos se devela, no sé con qué propósito, cierta vinculación religiosa. Hace un rato nombraste el budismo, pero me refiero a la religión afrocubana, a la santería, a la religión Yoruba... ¿qué vínculos te unen a ella?

P.J.G.: Lo que ha habido siempre es una búsqueda espiritual... Siempre no. Yo sostuve esa búsqueda hasta los 13 o 14 años, después fui muy marcado por el materialismo, el marxismo... Incluso fui ayudante del profesor de marxismo en un Tecnológico en el que estudié construcción. Era ayudante de filosofía marxista, eso me hizo ateo durante mucho tiempo. Después, en los 90, empecé a recobrar el interés por esa búsqueda espiritual. Aquí es inevitable pasar por la santería, sobre todo en La Habana... lo que he hecho es tratar de serenarme un poco para no volverme loco. Yo me entrego mucho en mi escritura... ahora estoy estudiando Yoga, practico la meditación, creo que eso me ha ayudado mucho... Pero no me gusta hablar de eso, no soy un especialista en el tema... es una búsqueda y más nada... Vamos a ver el atardecer, ya hace 17 años que estoy viendo eso y no me canso...

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