miércoles, 16 de mayo de 2012
Yo soy la cueca porteña... No cualquiera me canta
El sujeto popular y
su visión de mundo a través del análisis de algunas cuecas “choras” urbanas y
otros textos enunciativos de esa realidad cultural
Marco Chandía
marcochandia@hotmail.com
I.
EL PROBLEMA
En el “barrio puerto” de Valparaíso(1),
en los márgenes de esta ciudad integrada a la vida moderna, aún sobreviven los
rasgos de un tipo de cultura popular(2) forjada en las
primeras décadas del siglo XIX y retroalimentada a lo largo de las distintas
etapas del siglo XX que, por no estar siendo incluida
en el Proyecto Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO y por el avance
inevitable del progreso urbano, corre el riesgo de desaparecer para siempre.
Valparaíso en 1830 cuando se transforma en uno de los escenarios urbanos más
importantes de la incipiente modernización latinoamericana, genera un estilo de
vida popular que pese a la distancia y a las formas que atentan contra el
pasado no ha desaparecido. Al acercarse a esta realidad da la impresión que sus
rasgos característicos aún se mantienen vigentes.
¿Pero cuáles son estos ‘rasgos
característicos’ que a casi dos siglos no han desaparecido? La fiesta, la
comilona y la “tomatina” así como el amor, se pueden señalar como los
principales elementos que componen esta cultura popular que gira en torno a la
taberna —bar—(3), y desde donde se podría re-construir la identidad
de un sujeto popular portador de una memoria histórica propia y de un
Valparaíso que hoy estaría siendo trastocado. Pero que al evocarlo a través del canto y la poesía
popular, como la cueca porteña, por ejemplo, recobra ese sentido único y particular que lo hace ver como un espacio
donde se manifiesta lo simple, lo picaresco, lo menos grave y formal de
nuestras vidas, muchas veces negado por otras culturas.
Se trata esta de una cultura popular que
si bien la elite (o la cultura
republicana de cuño liberal) ha negado casi permanentemente(4),
en un momento se cruza con ella creando de ese encuentro un universo simbólico que algunos espacios absorbieron
con bastante vigor, como es el caso de Valparaíso. De ahí la fiesta, el ocio y
el descanso, contrarios a un estilo de vida citadina tradicional como es, por
ejemplo, la ciudad de Santiago, o incluso, sin ir más lejos, al sector bancario
y comercial del mismo Puerto que vienen a ser, en este caso, lugares del
trabajo y de la producción, cada vez menos habitables, vivibles. El “barrio
puerto”, por lo que representa sigue siendo (aunque llevado a menos) lo que en
1536 a Juan de Saavedra le pareció: “un paraíso”:
“Plaza O’higgins y
Almendral
que hermoso jardín
porteño
donde tengo mis
amigos
cariñosos y sinceros
Donde está el
Vitololo
caramba, Oscar Lapó
el Rubén, el Piringa
caramba, son lo mejor
Oscar Lapó, ay sí
grandes amigos
porteños paleteados
son lo querido
Brindemos con buen
vino
porteños y
santiaguinos”
(Núñez,
2001: 1)(5).
La
modernización no obstante transforma a las ciudades y a sus habitantes. Este
sector porteño puede ser visto entonces —según el francés Marc Augé— como un
“lugar” que al no ser reconocido como patrimonial se estaría transformando,
desde entonces, en este proceso global moderno, en su opuesto: un “no-lugar”.
El pub, por ejemplo, representa un no-lugar donde no habría (o hay cada vez
menos) intercambio social ni una relación abierta y espontánea ya que
individualiza a los sujetos en meros consumidores anónimos. En este sentido
tanto el “barrio puerto”, como los bares que allí funcionan, está siendo
doblemente amenazado: primero, desplazado de “lugar” a un “no-lugar”, y
segundo, negado en el proyecto oficial del rescate del patrimonio mundial. Por
lo mismo, resulta relevante rescatar la memoria histórica de quienes construyen
este lugar antropológico llamado bar: alcohólicos, putas y “maricones”,
delincuentes, mendigos y locos; sujetos populares que como tales están siendo barridos por el progreso urbano.
De ahí pues que este trabajo se
proponga abordar desde los Estudios Culturales algunas expresiones populares, en
este caso la cueca urbana porteña, y poniendo sin duda un especial interés en
situar el problema en torno a la llamada “condición posmoderna”(6).
Por eso, pues, es sustancial abordar
este estudio dentro de los intentos actuales que buscan incluir a Valparaíso en
el Programa de Patrimonio Moderno de la UNESCO; pero desde una mirada polémica,
poniendo en cuestión los criterios con que operan las políticas culturales
—nacionales e internacionales— que consideran el patrimonio sociocultural
esencialmente a partir de objetos concretos y como un mecanismo de integración
nacional; dejando de lado formas de vida, costumbres y creencias que
constituyen la parte no-visible de las culturas; el capital intangible de la
nación.
II. LA
CUESTIÓN HISTÓRICA
Después
de la segunda mitad del siglo XIX en Latinoamérica se van a llevar a cabo
trascendentales y profundas transformaciones en las estructuras económicas,
sociales, políticas y culturales que darán inicio al desarrollo de una nueva
realidad más global conocida como la Modernidad; y que coincide con el amplio
proyecto histórico que emprende la elite nacional encaminado a asegurarse la
entera hegemonía en el seno de su propio país(7). Esta irrupción de fines del siglo XIX del capitalismo económico trajo
como consecuencia, no obstante, el desquiciamiento del sentimiento nacional en
la mayoría de los países de América latina que, para el caso nuestro, se dejó
sentir en el despertar de una conciencia nacional que promovida por el ideario
liberal, tendía a superar los residuos heredados de la mentalidad colonial, así
como a instaurar las bases de una nueva nación(8).
Sin
embargo, y pese a todas las contradicciones que acarrea la implantación de un
capitalismo como el nuestro (subdesarrollado, dependiente, vulnerable y
monoproductor), introdujo un importante desarrollo económico y social que
transformó a las grandes ciudades en modernas urbes y en epicentros de una
cultura cosmopolita, difusora de las corrientes del pensamiento finisecular.
Este impulso modernizador que desarrollan las naciones latinoamericanas, y que
oculta tras de sí profundas desigualdades, se verá reflejado principalmente por
el intento de una expansión nacional sin precedentes(9). Lo que se
ve por entonces en el escenario nacional es la implantación de un modo de vida
cuya característica principal, dentro del ámbito cultural, será la instauración
de un modernismo típicamente latinoamericano(10). De esta manera, la
modernización económica y el modernismo cultural que vienen de los países
centrales impondrán nuevos tipos de relaciones económicas, políticas y sociales
así como nuevos modos de ver y de concebir el arte y la literatura, y en
general el conjunto de creencias, formas de ser y entender el mundo. Siempre
desde una lógica eurocéntrica ilustrada. Desde el canon occidental absolutista;
civilizatorio.
Por su parte, las principales
ciudades latinoamericanas que van a llevar a cabo este paradigma como un todo y
gran “acontecer” cultural, adquirirán desde entonces un carácter único y
particular dentro del orden histórico y social en que se ubican. En el caso de
Valparaíso, por ejemplo, la reorientación del comercio del Pacífico desde el
istmo de Panamá al Cabo de Hornos le favoreció ya que era el primer puerto de
relativa importancia en esa ruta marítima(11). Se suma a esto
también el descubrimiento de oro en California que afectó positivamente al
Puerto transformándolo en 1850 en un importante rival de la capital del país.
Así pues, el clamor por libertades económicas y religiosas identificó
rápidamente a Valparaíso como un centro de expresión liberal, progresista,
frente al relativo conservadurismo y estancamiento social y cultural de
Santiago y de otras importantes ciudades con una fuerte tradición colonial y,
por tanto, católica, como La Serena, Concepción, entre otras(12).
Todo lo cual hace que éste como otros centros urbanos experimenten los efectos
de un importante desarrollo cuya experiencia los transformó en ciudades
capitales dentro del circuito cultural latinoamericano(13).
Ahora bien, esta cultura de rasgos
modernos y europeizantes que absorbe la sociedad de Valparaíso se verá, no
obstante, en un momento de nuestra historia social, contrastada con otra
poderosa vertiente que si bien niega el predominio de la razón ilustrada, viene a su vez a complementar el
universo de esta cultura porteña. Desarrollándose así una nueva sociedad cuyo
rasgo principal será la pugna constante entre un modo de ser —¿espurio?— que se impone y otro —¿auténtico?—que lucha por mantenerse vivo
y que, al parecer, termina incorporándose en gran parte de los habitantes
pobres del puerto, ganando un lugar dentro de la cultura nacional; que hasta
entonces había sido terreno exclusivo de las elites. Cultura y sociedad que se
vieron sin duda favorecidas con la incorporación del elemento popular heredero
de una larga tradición mestiza (“...los pueblos indígenas, africanos,
hispanoandalusíes y, en su conjunto, mestizos de Hispanoamérica”) (Salinas,
2002: 1); y aunque vista desde la lógica moderna está llena de “tensiones e
incoherencias”, tiene por eso mismo el vigor de su “imaginación creadora que le
ha permitido sobrevivir en condiciones muy difíciles” (Larraín, 2001: 173). Y
no sólo eso, pese a su carácter heterogéneo y a su aparente falta de unidad,
posee la clave unificadora de su fuerza vital: “un impulso a humanizar la vida
social en todos sus aspectos, que apunta hacia un proyecto de sociedad
alternativa” (2001: 174). Y aunque ha sido segregada tiene una enorme capacidad
para crear vida, códigos morales y cultura al margen de la sociedad establecida(14).
En esta misma línea, Salinas le agrega una característica más: “mientras la
cultura de la elite es formal, grave y severa, la cultura popular posee un
proverbial sentido del humor, una jovialidad y alegría que demuestra su
humanismo y sabiduría vital” (Larraín, 2001: 177). Asimismo, es legítimo
señalar entonces que “el pueblo no sólo ha hecho una historia social y política
propia sino también una fecunda historia religiosa” (2001: 177). De este modo,
pues, conflictúan gramscianamente (¿o dicotomizan?), una
imagen estoica, racional, universalista e ilustrada, propia de la elite, con
otra epicúrea, pre-moderna, anti-racional, bárbara, ordinaria... atribuible a los sectores populares.
“Desde el siglo XVIII la cultura popular
vive una aventura singular: amenazada de desaparición va a ser al mismo tiempo
tradicional y rebelde. Mirada desde la racionalidad ilustrada esa cultura
aparece conformada únicamente por mitos y prejuicios, ignorancia y superstición
(...) Pero lo que desde esa racionalidad no se podía entender es la significación
histórica de que estaban cargados algunos de los componentes de esa misma
cultura (...) Pero quizá resulte todavía más escandaloso afirmar sin nostalgias
populistas que en esa cultura de la taberna y los romanceros, de los
espectáculos de feria y la literatura de cordel, se conservó un estilo de vida
en el que eran valores la espontaneidad y la lealtad, la desconfianza hacía las
grandes palabras de la moral y la política, una actitud irónica hacia la ley y
una capacidad de goce que ni los clérigos ni los patrones pudieron amordazar”
(J. Martín Barbero, 1987:
108-109).
Desconfianza, ironía,
goce, ¿no es eso acaso lo que nos revela esta cueca porteña?:
“Un paco me llevó preso
al cuartel de policía
porque me pilló cura’o
al amanecer del día
Oficiales y pacos
caramba, comisionado
se junta la pandilla
caramba, de perros bravo
De perros bravo, ay sí
caramba pacos cafiches
se la pasan bolseando
de boliche en boliche.
¡Córranse
pa’l estero
caramba, pacos bolseros!”
(Núñez, 2001: 2)(15).
Por otra parte, y ahora desde el
plano de la producción literaria, esta cultura se caracteriza por el empleo de
un
“...lenguaje
idéntico, anti-gramatical y sembrado de barbarismos y palabras indígenas
sacadas del quichua, [que son] heredados
sobremanera de la cosmovisión y la mentalidad indígenas, dicen relación sobre
todo con los mundos poéticos de la fiesta, el banquete y el amor, tres ámbitos
del mundo de la vida que precisamente el proceso civílizatorio de Occidente
subvaloró o menospreció desde las epistemes contrapuestas y necesarias de la
guerra, el mercado y la discriminación de identidades, características
invariables del proceso histórico lineal, colonialista y racionalista, iniciado
con el siglo XVI”
(Salinas,
2002: 2).
Contrarrestados sin embargo ingeniosamente
por este valioso registro musical: una cueca “chora” reveladora de un mundo que,
a la postre, tiende a desaparecer, a extinguirse. Aquí está presente no
obstante ese “otro” modo de ser, de hablar, de comportarse...
“Apena’ te toma’i un
trago e’vino
te pon’í a pelara los amigo’
‘tate calla’o.
Que fulano de tal
que esto y que el otro
pela’i a todo el mundo
tonto envidioso
‘tate calla’o.
Se mueve más tu lengua
que aspa e’molino
pela’i a tus amigos y a los vecinos
‘tate calla’o
Que te saquen del lío
que aspa e´molino
‘tate calla’o.
Y a los vecino, ay sí
esta’i medio loco
con una caña e´vino
te larga’i solo
‘tate calla’o.
Cuando pela’i alguno
esta’i del uno”
(Núñez, 2001: 3)(16).
Pero a estas alturas no resulta más
que necesario plantearnos una pregunta clave en esta cuestión y es que, ¿existe
realmente en el “barrio puerto” un modo de vida que podamos llamar popular? ¿O
no es más que una simple ilusión nostálgica sacada de la memoria de los viejos
bohemios o de las imborrables borracheras de los años en que jugábamos a ser
niños universitarios amparados por el fuero estudiantil? Lo cierto es que a
simple vista parece que no existiera, y que si alguna vez la hubo, ya no está;
ha desaparecido. No obstante, en adelante, y sobre la base de algunos textos
pertenecientes a una serie de cuecas halladas en el registro oral de los
sujetos porteños, intentaremos demostrar lo contrario: que a pesar de su
constante negación, contaminación, erosión y hasta apropiación por parte del
capitalismo, en el “barrio puerto” todavía es posible hallar una cultura de
carácter popular. Aún sobreviviría, en el imaginario colectivo de sus habitantes,
un modo de ser popular; pero no sólo en su mente, como un vago recuerdo: se
mantendría hasta ahora en el conjunto de todas sus prácticas y costumbres
socioculturales, en lo que, en el fondo, constituye su vida diaria; su cotidianeidad(17).
Guarda esta cultura popular un sentido —sensorium
para Benjamin(18)— a través del cual es posible no sólo conocerla y
valorarla en su calidad “arqueológica” y condición pintoresca sino también, y
sobre todo, nos permitiría re-cobrar el valor identitario de un sujeto popular
cuya experiencia de vida ha sido trascendental en la historia de esta ciudad y
también, por qué no, de esta nación (e incluso, tal vez, de muchos de los
países de América latina).
Dentro de los estudios culturales lo popular, por estar estrechamente
relacionado con los procesos productivos no siempre es lo mismo ni lo único,
tampoco es un proceso monolítico ni estático. Con palabras de García Canclini:
“nace como resultado de una apropiación desigual
del capital cultural, con una elaboración
propia de sus condiciones de vida y una interacción conflictiva con los sectores hegemónicos” (1982: 23). De ser pura
abstracción para los románticos y “esencia” para los populistas, la cultura
popular se nos convierte desde ahora en alternativa,
en espacio de lucha y resistencia con una posición y oposición frente a lo
hegemónico. En otras palabras, se transforma en “situación relacional” con
relativa autonomía desde donde negociará, en mayor o menor medida, su
integración dentro del conjunto, siempre dominado por la elite, por la cultura
oficial. Por lo mismo resulta inapropiado hoy día hablar de dos culturas, una
“in-culta” y otra “culta”, que no se topan, que no se pueden tocar porque son
diametralmente opuestas. No pueden, por eso, ser dos realidades dicotómicas que jamás se juntan ya que no
estamos aquí frente a un maniqueísmo, al revés, el juicio
que debemos manejar es el de un proceso cultural en cuya acción lo popular se
hace en un permanente dialectismo de resistencia y de intercambio. Lo cual quiere decir que la cultura popular no es una
sustancia o una esencia dada por sí sola, como una
identidad a priori, metafísica, sino que se forma y se hace en la interacción
de las relaciones que operan en el conjunto de la sociedad. De ahí los
conceptos gramscianos de ‘subalterna’ y ‘hegemónica’ respecto a la cultura.
Lo anterior equivale a decir que las
culturas populares son posiciones móviles ya que admiten la posibilidad de
acción y de apertura; no son nunca estados fijos e inamovibles. Las culturas,
por último, no viajan a través de carriles separados donde el contacto entre
ellas no existe, avanzan, por el contrario, sabiendo de las otras, conociéndose
y tratándose, siempre dentro de un clima en permanente tensión y conflicto; en
una conflictividad negociada(19).
De esta manera, como sabemos que ya no quedan cultura populares puras e
incontaminadas(20), lo que nos queda es demostrar, usando como
instrumento de análisis el contenido que evocan las cuecas “choras”, si ese
modo de vida que se da en el “barrio puerto” de Valparaíso corresponde
efectivamente a esa cultura popular que se construyó en base a esas dos
corrientes provenientes cada una de dos poderosos afluentes culturales: el
grecolatino de la Europa central y el arábigo andaluz de la España mestiza con
el conjunto de los pueblos indígenas de la Hispanoamérica multirracial.
De ser así, la visión de mundo que
se intentará demostrar luego a través del análisis de contenido que portan
estas cuecas, vendría por un lado de la tradición típica del Valparaíso del
1900. Allí donde desembarcaron Darío, Sarmiento, Bello y otros tantos
“ilustres” inmigrantes venidos desde Europa invitados a “contrarrestar las
fuerzas negativas [de una] raza chilena [que] es tonta por naturaleza y aunque
ello es muy triste no tiene remedio —a menos que llevemos 500.000 europeos por
año—”(21).
Se trata, en el caso de esta vertiente, de una ciudad que el auge capitalista
de entonces transformó en moderna urbe y en epicentro de la cultura de elite,
“docta” e ilustrada; reflejo fiel de la moda y costumbres europeas:
“Dentro
del proceso nacional fue desarrollándose una sociedad cuyos habitantes se
hacían cargo de los efectos de la inserción de la ciudad en una economía
internacional ajena al ritmo local [...] No obstante, no debemos
perder de vista la asincronía interna que vivió la sociedad porteña, ya que si
bien disponemos de testimonios importantes del nexo con Europa al aportar
ciertos hábitos y formas de vida, cultivados por sectores pudientes de la
ciudad, existió también una comunidad que formaban los cargadores, vendedores
ambulantes, arrieros, lancheros y otras personas que relacionada con los servicios
domésticos, que pululaban en las chinganas y llevaban una existencia de
sobrevivientes miserables, en lugares inaccesibles e insalubres, y propensos a
todo tipo de epidemias que constantemente diezmaron su numerosa prole”.
(Estrada
et al., 2000: 8).
Lo curioso del caso es que por
debajo de estos endémicos personajes
se haya precisamente la “otra” corriente de la cual se nutre la cultura popular
porteña. Un mundo aunque soterrado no por eso menos potente y dueño de una
fuerza identitaria que debido a la multiplicidad de componentes y a las
variaciones históricas ha determinado su carácter heterogéneo(22).
Una cultura popular que pese a haber viajado siempre a contrapelo de o negada
por la cultura oficial, por medio de la fiesta, las comilonas y las tomateras,
y el amor, ha podido mantener vivo un capital cultural que vendría a engrosar nuestro débil espesor identitario(23).
A través de estas dimensiones que las culturas populares vivencian de manera
natural y cotidiana, desarrollan una festividad que vindica como elemento
central el cuerpo, la carne, las pasiones, el desenfreno y la abundancia, como
también el amor, la franqueza, la confianza en la palabra dada y, sobre todo,
la amistad...
“Para
el hombre que es de yunta
la
palabra es documento
ser
bien apantalona’o
dará
confianza y respeto.
[...]
Respeto
y sinceridad
son
preciosos documentos
se
reflejan en la cara
es
cuando nacen de adentro”
(Advis,
1997: 25-26)(24).
Se trata de una comunidad cuyos
sentimientos estarían siendo siempre avivados por el trago, la comida y el
baile, y recreados por distintos estilos musicales venidos de otras culturas.
De ahí pues el tango y el bolero, el vals peruano, el corrido mexicano, la
cumbia centroamericana y la cueca chilena, ésta, un estilo musical poético que,
como vemos, en la ciudad moderna adquiere otros matices:
“Por eso la bautizaron
como la “cueca brava”
como reina del ambiente
también entre la rotada”
(Advis, 1997: 18).
Son ciertamente dimensiones que por
lo demás se hacen y rehacen, se vitalizan y se consumen, se establecen y se
deshacen en un lugar: el bar. Allí quienes participan de esta cofradía marginal se legitiman y se
construyen como sujetos históricos con valores, creencias y conocimientos
propios.
“Vamos
niños a tomar
y a la
subida ‘el Barón
porque nos
tocan el piano
y en la
casa e’ la Lindor.
Por esa
calle Márquez
subiendo
arriba
viene la
chica Ignacia
con la
María.
Con la
María, ay sí
cierto y
muy cierto
que todas
son caletas
e Iquique
es puerto.
Rájate en
el Barón
‘onde
Lindor”
(Claro et
al., 1994: 523)(25).
El valor que adquiere para estos sujetos el
microespacio social del bar es fundamental por cuanto es allí donde reciben las
primeras herramientas con las cuales a través de los años construyen y dan
sentido a sus vidas. Vida que de modo natural se arma al margen del conjunto de
normas, conductas y actitudes que
viene a entregar la escuela. Son por eso tempranos desertores de la
“instrucción pública” (apenas leen y escriben), convirtiéndose luego para la
sociedad en sujetos “de-formados”, “mal-educados”, “ignorantes”, “in-cultos”...(26),
o sea, “rotos”. De este modo aprenden el arte de vivir a través de sus
contactos cotidianos y de un aprendizaje recibido en la calle, en los bares;
sus maestros son los viejos choros,
los amigos... En fin, lo que de alguna manera podemos llamar la antiescuela(27).
“Por mi poca educación
se hizo dura la faena
sólo cursé silabario
y esa fue toda mi escuela
[...]
Quien me enseñó a barajarme
mi escasa sicología
y fui adquiriendo experiencia
en la escuela de la vida
[...]
Por mi escasa educación
yo trato de tener tino
con la escuela de la vida
de a poco me abro camino”
(Advis, 1997: 25-26).
Pero el bar aquí no es cualquier
lugar, en los términos de Marc Augé, sería un lugar antropológico, “...un lugar
en el sentido inscripto y simbolizado (...) que se cumple por la palabra, el
intercambio alusivo de algunas palabras de pasada, en la convivencia y en la
intimidad cómplice de los habitantes” (1993: 82). El bar, así, da sentido a
quienes acuden a él. A fin de hacer más claro lo anterior y situarlo en el
contexto que nos interesa, vale este ejemplo: cuando los jóvenes hablan del
“carrete” y de la bohemia porteña se refieren a hechos que ocurren comúnmente
en torno a las plazas Sotomayor y Aníbal Pinto, Avenida Errázuriz o la típica
Plazuela Ecuador; lo que no se corresponde, como sabemos, con el lugar donde
estaba situada la antigua bohemia porteña. Lo que pasa en este caso es que
estos lugares, los del “barrio puerto”, han sido desplazados por estos otros que,
a juicio de Augé, constituyen justamente lo contrario: son no-lugares.
Entendiendo “lugar” no como un sitio cualquiera sino como un espacio de
resignificación social que se construye por medio de la experiencia de los
sujetos que allí acuden, y que en ese “acudir” deja siempre algo (jamás es una vuelta con las manos vacías).
En otras palabras, de acuerdo a la
definición que el antropólogo francés hace de los lugares, estos serían lugar
de identidad, relacional e histórico, aquel sitio o espacio que no pueda
definirse bajo estas características definirá entonces un no-lugar(28).
En consecuencia —y en rigor—, lo que hoy vemos en las noches
porteñas no son bares (lugares), son pubs (no-lugares): espacios del anonimato
y la soledad, donde no se dialoga —o se dialoga poco—. El no-lugar por tanto no
crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud. Y esto no
sólo se da allí, vemos en lo que se han convertido las farmacias, los negocios
de comida rápida, el mall... En el fondo, se han transformado en meros espacios
donde quienes participan lo hacen sólo por y a través del consumo(29).
Ahora, si ampliamos un poco más el
concepto que emplea Augé podemos incluso afirmar que no sólo el bar corresponde
a un lugar, el mismo sector del “barrio puerto” también lo sería, en la medida
que representa el espacio donde los sujetos que allí acuden a festejar y a
compartir construyen su propia identidad. Lo anterior equivale a decir que
dentro del mismo plan de Valparaíso habría entonces lugares como no-lugares
antropológicos al estilo Augé. Los primeros estarían representados por los
bares y alrededores del “barrio puerto”; los segundos, en cambio, por gran
parte del resto de la ciudad, sobre todo el centro comercial, la Avenida Pedro
Montt (el Congreso, el Mc Donald, el cine Hoyts), el sector bancario, y los
sitios más arriba señalados. Esto significa que en este delimitado territorio
porteño cohabitan dos espacios, pero en disputa, jamás en armonía. Son áreas
que, al igual como sucede con la cultura oficial y las “otras” culturas
(populares, indígenas), están en constante tensión y en una situación de
permanente conflicto y negociación; donde los lugares estarían
siendo amenazados por los no-lugares; allí donde “las calles esconden mucho
dolor, indiferencia, seres ordenados que se exponen en masa a lo público;
experiencia limitada por el mercado y el poder”(30). Aquí está presente la imagen de una
ciudad que a través del trabajo y del comercio se incorpora al mundo moderno; allí en cambio pareciera que el tiempo
se ha detenido y cuyo único orden existente fuera el del carnaval. En este
sentido, si el “sector moderno” representa la ciudad del desarraigo y del dolor
(esta parte de Valparaíso, como Santiago, puede servir como ejemplo para crear
la imagen de la ciudad estoica(31)), el sector
popular representaría, por el contrario, el mundo de la jarana, del desenfreno,
del amor correspondido. Es el espacio donde se lleva a cabo la fiesta
improvisada, sin más preparativos que las ganas de transgredir la vida rutinaria.
La ida —huida— al “barrio puerto”
para festejar implica, en este contexto, “la experiencia de la carnalidad en oposición a la espiritualidad”(32). Viene a
ser de cierto modo, un tiempo-otro, distinto y trasgresor del tiempo lineal y
cronológico. Se trata —el carnaval—,
de un “tiempo largo del calendario ancestral indígena chileno, el de una época
cósmica caracterizada como ‘tiempo de sol, de los calores, abundancia, cosecha
general, tiempo de la siega’”(33).
Al dar a conocer esta realidad
sociocultural que se vive en el “barrio puerto”, en este sector extremo y
marginal del suburbio porteño donde abundan en su mayoría borrachos, putas,
“maricones”, delincuentes, mendigos, artistas y locos, se está poniendo también
en evidencia que estos lugares no desaparecen; la modernidad aunque los pone en
segundo plano no los borra. Incluso a veces los usa. Son, como señala Augé,
“indicadores del tiempo que pasa y que sobrevive”(34). Por ahora sólo tenemos clara una cosa, y es que existe
en Valparaíso un sector que vive al margen no sólo del espacio geográfico
urbano sino también del sociocultural. El paso siguiente sería demostrar pues
si el sistema de valores, ideas y creencias que explicitan los sujetos
populares por medio de las cuecas que a continuación se irán analizando, se
corresponde con los estatutos de cultura popular que a lo largo de este estudio
se han intentado desglosar. Ahora, si es
así, esta cultura popular que constituye en su conjunto un capital social(35)
considerable, estaría siendo peligrosamente amenazada por las
actuales políticas culturales, como sucede por ejemplo con el Proyecto
Patrimonio de la UNESCO.
A propósito, cuando en el año 2001 se hizo entrega
del Expediente de Postulación de Valparaíso como Sitio del Patrimonio Mundial
de la UNESCO(36) en el cual se daba a conocer el sector que pretende ser incluido en la lista de las
ciudades protegidas, apareció un mapa que demarcaba la zona geográfica de la
postulación. En él se asigna el carácter de “patrimonio histórico”(37),
por ejemplo, a los cerros Alegre y Concepción, al sector
bancario de la calle Prat, a la plaza Sotomayor, más allá, a la Quebrada
Márquez y a La Matriz y su iglesia; pero no su entorno(38), o sea,
las calles Clave, Cajilla, San Francisco y Severín. Este ‘entorno’ que vine a
representar —en los términos antropológicos de Augé— un “lugar” y donde, por lo
demás, se inscribe una parte importante de la historia social y política
porteña(39) no tendría, para quienes llevan a cabo la postulación,
los atributos necesarios o suficientes para ser considerado patrimonio
histórico. Por eso no se incluye, o mejor dicho, se excluye esa realidad, ese
universo social intangible que estaría a punto de extinguirse y que, por lo
mismo, necesita ponerse a salvo tanto cuanto más susceptible de deterioro es.
Sin embargo se protegen sólidas edificaciones que han permanecido intactas por
más de un siglo. Ciertamente estamos frente a una paradoja: aquello que no
necesita ser tan protegido porque ha
demostrado saber protegerse, se
resguarda; en cambio, aquello que no puede protegerse por sí solo porque está ahí lo moderno, con sus aparatos y sus
medios, se desprotege. Y es más, al no ser incluido no sólo se desconoce como
capital cultural intangible sino también se barre,
se pasa a llevar, ya que como deslinda con el lado patrimonial sufre el
desprecio del vecino, pasa a ser el reverso, la cara oculta, el negativo, el
patio de atrás donde va a dar la basura que desluce la fachada del Valparaíso
que se exporta y que se busca proteger.
Ahora, al revisar los criterios que
al respecto aplica la UNESCO, y con ella los del Gobierno de Chile, lo anterior
no debería extrañarnos. A poco andar caeríamos en la cuenta de que estos no
están interesados precisamente en proteger lo
popular, su interés está centrado en otra parte. Al concebir patrimonio como
algo presuntamente de la nación, lo que buscan las políticas oficiales es hacer
a la sociedad partícipe de ciertos objetos concretos como un mecanismo de
integración nacional. De ahí que el interés actual de las políticas culturales
esté puesto en el capital tangible (la arquitectura, las calles, los
ascensores) más que en el no-tangible (la historia oral, las danzas, los cantos
populares, las leyendas, las cuecas “choras”!!)(40). Al ser así, el
patrimonio pertenecería entonces sólo a un grupo (a la elite, o a quienes
poseen o son dueños de los bienes materiales), y desde ahí se pretende hacer
participar al conjunto de la nación como si fueran éstos los códigos propios de
la identidad nacional, sólida y consolidada. De este modo el patrimonio vendría
a remediar esa incertidumbre que aqueja a las identidades de hoy (heterogéneas,
móviles y desterritorializadas) y que, obviamente, caracterizan a sociedades
como la nuestra. De ahí pues el énfasis del Gobierno en establecer el Día del
Patrimonio Nacional(41), de ahí también la apertura una vez al año
para que apreciemos con asombro palacios
como el mismo Baburizza o la panteón de Prat, la Moneda, clubes y casonas que
vendrían a “orientarnos” en cuál es nuestra identidad, cuál o cuáles son los
referentes que como nación definen lo que somos. Al parecer, para algunos, es
en estos lugares donde se hallaría el capital cultural heredado de nuestros
antepasados y no en las formas de vida que se mantienen aún en la marginalidad(42).
Cuestión que está estrechamente relacionada con el tema de la memoria histórica
de los sujetos modernos, y del relato de vida como un método apropiado para
rescatarla(43).
Por último, este trabajo no está
contra la modernización, es imposible, y por lo demás ridículo. De lo que se
trata en el fondo es de cuestionar los modos como operan las políticas
culturales y nos damos cuenta, empero, que se siguen aplicando los mismos
métodos: siempre de espalda a los más pobres, ignorando a las minorías, excluyendo
a los “otros”.
III.
DETRÁS DE LA “OTRA LÓGICA” PORTEÑA
A una Europa ilustrada se opone una América mítica; a una España
cristiana se le opone un Nuevo Mundo pagano; al hombre blanco se le opone el
indígena, la mujer, el negro, el mestizo, el “maricón”, el soltero, el
revolucionario... ; al patrón, el peón, el roto; al pensamiento racional se le
opone el saber natural, cósmico; a la razón se le opone la pasión; a la
civilización, la barbarie; a lo oficial, lo “otro”; al espíritu, el cuerpo; a las
ciencias, las religiones; a Dios, el volcán, el río, el cielo... ; al trabajo,
la fiesta; a la Joya del Pacífico, el barrio puerto; y a la cueca de salón, la cueca
porteña:
“Yo soy la cueca porteña
soy el sentir de mi gente
en el mercado y la vega
en las noches de bohemia.
Ay! No cualquiera la canta
porque no es fácil
improvisan las notas
do, re, mi, fa, si.
Do, re, mi, fa, si, ay sí
con los platillos
gala, gala, gala, gala, ga
unos chiquillos.
Reina de mi folklore,
eres mi amor”
(Núñez,
2001: 4)(44).
Así han funcionado por
siglos las visiones frente a estos dos mundos disímiles. Por más que haya
quienes se esfuercen por establecer ciertos matices al respecto, ubicándose en
sitios intermedios a fin de establecer una mirada que les resulte más cómoda al
momento de analizar el mundo negado por los colonizadores, no son capaces de
tapar el maniqueísmo que constituye la piedra angular desde donde arranca el
principio básico para entender el problema de los dos mundos. En uno de los
cuales habita lo popular.
Pese a que referirse a este otro mundo trae consigo inevitablemente un doble costo que implica, por una
parte, luchar contra todo tipo de significantes que remiten siempre a
significados que niegan, omiten, desvaloran o cargan semánticamente de manera negativa
las formas de enunciar lo que estamos oponiendo, lo que queremos erigir: el
mundo negado por la cultura occidental. Y, por otra parte, dar a conocer, con
todas las dificultades y prejuicios ilustrados, esa “otra” realidad popular,
mestiza, como una alternativa posible de vida, de mundo. Otro saber, otras
lógicas(45), otras conductas que por no haber sido desarrolladas y
valoradas en su real dimensión se mantienen aún latentes, socavadas en un plano
menor, sometidas en una especie de subhumanidad debilucha, supersticiosa, de
menor calidad por parte de la razón cartesiana. Imposición que bien sabemos no
es azarosa.
Al ir conociendo el sentido
verdadero de lo no-valorado, sabemos que detrás de esa marginación lo que se
oculta en realidad no es el menosprecio, la flaqueza o la debilidad del mundo
nuevo no-occidental. Lo que yo veo detrás de esta negación es el temor a ese
potente e incalculable capital cultural que bien ya intuían los primeros
señores. Sabían que en torno a las multicolores danzas indígenas, que detrás de
esos salvajes y sangrientos sacrificios humanos, que en medio de esos
suculentos y abundantes sabores y olores de cuanto comían y bebían, y que por
debajo de esas interminables y enardecidas fiestas y cantos triviales estaba el
poder insospechado de un saber, de una cultura y de un mundo-otro que al no ser
prontamente aplacado haría imposible la instauración del nuevo paradigma
moderno, racional, ilustrado. Mi impresión es que pese a todo el convencimiento
con que actuaron los conquistadores siempre existió un miedo oculto a este
“loco” y heterogéneo mundo con el que acababan de toparse. Fue esa sensación de
desconocimiento y asombro frente a esa realidad que no podían comprender,
hacerla suya, y que los impulsó a atacar, a someter, a exterminar...
Por lo mismo, se trata pues de hablar y de pensar desde el otro lado. Desde lo anti todo lo
establecido. Desde un-mundo-al-revés. En otras palabras, lo que estoy tratando
de decir es de plantear la posibilidad de poder construir —o al menos de
imaginar— un modo distinto de dar sentido a la realidad tal cual la conocemos,
por medio de otras lógicas u otros componentes no tradicionalmente
considerados. De ahí el valor que cobra la risa, el carnaval, la pasión, el
cuerpo, el instinto, lo sensual, la abundancia, la pluralización religiosa, lo
relativo, lo equívoco, el pueblo, el goce, la embriaguez, la promiscuidad, la
locura,... el barrio puerto y su cueca. O sea lo que la Viole(n)ta Parra en su
vida y obra nos representa:
“El monte se haya enfiesta’o
de la mañan’a la noche;
lo miro y está fantoche
con todos sus invitados;
el humo del cabro asado
se anida en un maitencillo;
Romasa picó el cuchillo,
la mesa ya está servida
con hartas papas cocidas;
felic’ están los chiquillos”
(Parra, 1988: 66)(46).
De eso se trata, de un mundo que
tiene que ver más con las cosas que con las ideas, con el cuerpo más que con el
alma, con el corazón más que con el pensamiento, con el hacer más que con el
planificar, con la jarana más que con todo aquello que en su conjunto implique
esfuerzo, seriedad, orden...
Ahora bien, como lo que nos ocupa
acá no es “esa” cueca chilena sino “esta” cueca porteña, diremos un par de
cosas aclaratorias al respecto. El lector en las primeras líneas ya se habrá
dado cuenta que la cueca de la cual hablamos no es “esa” que la elite de
nuestro país instauró como nacional y que, por lo demás, debía responder a
ciertas normas que iban desde la ropa y el modo de bailarla hasta los acordes,
las letras, el ritmo y el lugar en que se practicaba. Esa la de Los Huasos
Quincheros, la que se nos enseña a bailar en las escuelas y que los políticos
danzan levanta’o e’ raja cada vez que
inauguran las fondas del parque. (Recuerdo ver alguna vez en la portada de un
diario —La cuarta, creo que fue— a Lavín bailando cueca para darle el vamos al carnaval dieciochero de su
comuna —Santiago o La Condes—. La imagen era la de un futre completamente
arrítmico, desaliñado y vestido de terno —siempre gris u oscuro— y exhibiendo
como sobretodo el más colorido poncho de huaso). No. No es ese el producto
musical que nos interesa rescatar aquí. Por el contrario, en la medida que
seamos capaces de dar a conocer el valor y la importancia que tiene “este”
baile popular urbano, estaríamos en condiciones de desacreditar y anular todo
injusto y mal habido valor del que ha sido portador “ese” baile tan distante a
la realidad cultural de nuestro pueblo.
Estamos hablando de la expresión
musical más genuina y pura de nuestras tradiciones urbanas, en ella confluye la
esencia de la chingana —después la taberna, la quinta de recreo, y ahora el
bar—. Se trata por cierto de una cueca —chilenera,
flaite, chinganera— que recrea el universo de una cultura popular con
“especiales expresiones técnicas, lingüísticas, laborales y religiosas”
(Salinas, 2000: 176). Y aunque siendo “...[esta cueca] de arte
grande —la de las fondas de la Independencia, esa que fue sagrada para los
Carrera y que a la muerte de Diego Portales se tuvo que ocultar durante 150
años— fue tratada sin piedad y pasó días amargos. Sólo las cárceles, tabernas y
prostíbulos fueron refugio seguro para esta joya del arte, la cual ha
sobrevivido fuera de la ley, perseguida, clandestina... Prefirió sumergirse en
el vino, en las fiestas y tomateras del pueblo, especialmente en caletas o
guaridas de la Vega, la Estación y el Matadero [y el barrio puerto], donde se juntan los que no valen nada para el
coloniaje...” (González Marabolí, 2003: s/f)(47). Más allá del
aparente desprecio con que el estudioso refiere al mundo cuequero tiene razón
en cuanto a que ésta se mantuvo sólo en ciertos lugares específicos. En el
patio de atrás del centro urbano y oculta en los mortecinos baruchos de mala muerte se dieron cita
los “gallos” de la cueca porteña. Así al menos lo rememoran los viejos de La
Isla de la Fantasía:
“Bajábamos
a plaza Echaurren
y yo
metido en un grupo
a tomar la
del estribo
tiré pa’l
“Nunca se supo”
La cosa
estaba que ardía
las cuecas
bien apianá’
y
volvíamos’ a empezar
metido’
entre la garbá
como
lanzao’ los panderos
del famoso
curao Mario
y al son y
repiqueteo
parecíamos
canarios
Lucero y
el Vitololo
bien
entonao’ los pitos
Mario
Cabas y el Bernal
y el
famoso Cuadra’ito
Juan Pou
con el Mascareño
Periquín y
el Tronco Seco
el Cruz
con Adrián Aranda
se
floreaban en el puerto
Si fue
como una embajada
de nuestra
cueca chilena
el imán de
los muchachos
y todos de
buena tela
Así que
aprende a cantar
más con la
barriá porteña
que hacen
una creación
de nuestra
danza chilena
Muchos
cuequeros de ahora
se les
perdió hasta el salero
si no sabí
no te metai’
decía el
Chino Fulero”
(Advis,
1997: 37-38)(48).
Los Chileneros, por su
parte, opinan diciendo que se trata de un estilo que rescata
la esencia de un momento irrepetible, enfatizando la espontaneidad por sobre
los detalles formales(49). Más allá de las imprecisiones armónicas o
de afinación —agregan—, hay un espíritu vital que muestra la notable calidad
rítmica y el talento de los intérpretes, que se fundamenta en una tradición
vernácula: el canto a la rueda(50),
“...es rescatar algo que todavía tenemos la posibilidad de tener. La cueca que
se hace ahora no es la cueca que en su tiempo fue el baile nacional. Es una
cueca de postal, turística y no es la que representaba a la gente del pueblo y
que encontraba en la cueca una forma de expresar sus sentimientos”21.
Por lo visto no era solamente un baile sino que una consecuencia y un estado de
ánimo:
“Quisiera ser como el perro
para amar y no sentir
porque el perro es muy paciente
se le va en puro dormir
En mi casa
hay un perro
es muy paciente
donde tiene el hocico
tiene los dientes
Tiene los dientes, sí
y es cosa rara
donde tiene el hocico
tiene la cara.
¡Anda perro indecente
dice la gente!”
(Núñez, 2001: 5)(51).
En
consecuencia,
“esa cueca ya no se hace y si se hace está escondida y
la idea es rescatarla. [...] La cueca que se usa ahora es una cueca medio
manoseada, una cueca al gusto del cliente... [...] y tiene fuerza cuando la canta [y baila] el roto, cuando la canta el pueblo. Antes era un
diario de vida, reflejaba las cosas que estaban pasando. Había un crimen y al
día siguiente había una cueca, cuando Godoy se cayó en la cordillera, por
ser..., [en cambio] la de ahora es muy desabrí’a. No tiene
fuerza... no es como antes. La cueca es un duelo de picardía y gracia, no esa
cosa en la que hasta aparece un huaso bailando solo... dónde se ha visto eso”.
Y en cuanto a la forma “La cueca tiene un encuadre, una forma y eso ya no se
respeta. En una cueca perfecta el buen castellano no funciona y por eso hay que
usar el otro, pa' que cuadre. Es embromao,
no es llegar y hacer”, explican cuando dan cuenta de la estructura de este
ritmo. Por último, la cueca era lo que era no porque fuera bonita y hecha en
Chile, sino porque era el diario vivir, la cueca contaba la historia de Chile,
lo bueno o lo malo que le pasaba a uno en la vida diaria:
“Ando con el cuerpo malo
con una sed que me mata
y lo peor que pa’ arreglarlo
no hallo donde sacar plata.
Ando con el cuerpo malo
y pa’ mayor desdicha
ando tan pobre
que por ninguna pilcha
no dan ni un cobre.
Y pa’ mayor desdicha
ando tan pobre.
No dan ni un cobre, ay si
yo me derrito
por un caldo picante
y un chuflaisito.
Voy a verme obligado
a pedir fiado”
(Núñez, 2001: 6)(52).
O esta otra que dice
relación no con el trago sino con esa triste
vida de casado que tantos motivos da para cuando quieren hacer burla de sus
propias vidas maritales:
“Yo te dije varias veces
que no fuera’i a casarte
de qué te queja’i ahora
si voz mismo te ensartaste
De qué te queja’i ahora
te hablé de la libertad
del yugo y de las pasiones
se acabaran las piedras
pero nunca los Ramones
Te hablé de la libertad,
del yugo y de las prisiones
como Ramón ahora
andai’ gritando pa’l lote
que te saquen del lío
cuando esta’i hasta el cogote
De qué te queja’i ahora
si te manda tu señora”
(Núñez, 2001: 7)(53)
De esta manera, por ser
una cueca típicamente urbana tuvo su florecimiento en
los entornos de las ciudades y también en los puertos. Valparaíso, desde a
mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX vivió lo mejor de la
cueca chilena junto al desarrollo de una vida alegre muy representativa de la
chilenidad más profunda. La cueca urbana que en ese tiempo era la reina de las
noches porteñas (y que incluso en algunas picá’
todavía se canta, o si no vaya al
cerro San Juan de Dios, donde el tío Beno, el flaco Morales o el Juan Pou —“los
reyes” de La Isla de la Fantasía—), surge en un principio en las chinganas,
lugar en donde se exaltaban en su más viva expresión las tres dimensiones
constitutivas del saber popular. Era el lugar donde se comía, bebía, cantaba,
bailaba...y, por supuesto, amaba:
“Con arpa, guitarra y piano
el remolino e’ San Roque
cantaban con alegría
con pandero y batería.
Linda quinta Gutiérrez
con la Justina
la Cofré y la
San Carlos
con el piano de Alba Rosa.
De la Alba Rosa sí
también la Ortubia
junto a la Santa Laura
fueron dichas y glorias.
Todas fueron famosas
igual que doña Alba Rosa”
(Núñez, 2001: 8)(54).
Estrada señala, a propósito de la proliferación de los prostíbulos en la
ciudad, “su antesala, en categoría, era las denominadas chinganas o tambos, o
centros de diversión nocturna de los sectores sociales bajos, y muy
frecuentados por la marinería, con el fin de bailar y beber”. (Estrada et al.
2000: 31). En el mismo contexto, P. Treutler describe vívidamente el ambiente
que se palpa en esos lugares, en torno al baile de la “zamacueca”, con la
participación activa de los concurrentes, animados por un grupo de músicos que
habitualmente eran mujeres. “…considero atractivo el desplazamiento de la mujer
cuando el baile es bien ejecutado; en cambio, los rasgos del hombre más bien
parecen ridículos y vulgares debido a su posición semiagachada y con
inclinación hacia delante, levantando cierta parte de su cuerpo como invitando
a un puntapié" (Treutler, 1958: 136). (Al copiar esto no puedo dejar de
relacionar “este” estilo “ridículo y vulgar” de bailar la cueca con “ese” otro
“rígido y empinado” con que Lavín mostraba su chilenidad. Da la impresión que
la clase alta tiende a bailarla con una cierta altanería que le es propia y con
una mirada que desafía si no al público, a su acompañante; en cambio, el hombre
del pueblo pareciera que se contrae y que se esfuerza en exigirle al máximo a
su cuerpo, de ahí que se agache como para hacerse de más fuerzas, de un mayor
impulso. Mientras el primero baila mirando al público, manejando la situación y
cruzándose con las miradas que lo observan moverse, el segundo, se desinhibe,
se olvida del mundo; de ahí que mire al suelo o sólo a su pareja (...en esos instantes sus cuerpos son los únicos
que cuentan...). Dicho de otra manera, si uno baila para el resto, el otro
lo hace para sí).
Otro que describe lo
que pasa en torno al baile de la cueca pero desde una mirada distinta a la del
alemán, es Nicomedes
Guzmán:
“Por
las aceras, la humanidad del suburbio desparramaba su fatalismo sin manos de
luz para contener una esperanza: mujeres panzudas, rodeadas de chiquillos
descalzos, piojosos, con mantas de saco; borrachines que dormían con la cabeza
puesta sobre sus propios vómitos, con el vientre a la vista; jugadores de
chapitas tintineando monedas entre las manos sucias; grupos haciendo rueda a
una pareja que cuequeaba, al son desafinado de una guitarra rota y del voceo
hueco de una cantora ebria:
Para
qué me dijiste
que
me querías
que
sólo con la muerte
me
olvidarías”
(Guzmán,
1934: 89)(55).
Impresiona en estas
líneas el realismo con que el escritor describe el ambiente popular y cuequero.
Aunque este trabajo no está para discutir sobre tendencias literarias resulta
pertinente apuntar sin embargo un par de cuestiones al respecto. Dentro de la
narrativa chilena existen dos tendencias claramente identificables pero unidas
por un denominador común, cual es la incorporación del sujeto popular dentro de
su discurso narrativo. El primero de estos correlatos literarios dice relación
con el proyecto naturalista cuyo sentido estaba centrado principalmente en la
descripción de las clases populares bajo la óptica propia del cientificismo
decimonónico. Pese a que este discurso narrativo es importante por cuanto
inaugura lo que los críticos denominan el “proyecto regionalista”, es decir,
cuando el lente del visor se traslada hacia nuestra propia realidad dando a
conocer la parte hasta entonces no develada de la sociedad, la manera como son
descritos estos sujetos terminan sin embargo victimizándolos y fatalizándolos
en una especie de criatura condenada por un destino que le es irreversible.
Desde una lógica actual este grupo de escritores recae lamentablemente en una
suerte de fatalismo y de determinismo que al cabo diluye la real dimensión de
las clases populares. El segundo correlato, en cambio, que asume una visión
distinta de la literatura debido en parte a la influencia de los movimientos de
vanguardia europeos y que, por lo demás, es con el que se inaugura nuestra
literatura contemporánea, si bien deja atrás esta postura lacrimera de sus antecesores insiste en mostrarnos a un tipo de
sujeto ahora sobrevalorado, sobredimensionado en sus reales
cualidades y condiciones personales. En otras palabras, el proyecto de la
“novela social” o de la misma Generación de 38 que era dar a conocer con todo
realismo y crudeza lo que estaba pasando por debajo de las masas populares, y
donde los escritores sentían la necesidad de denunciar lo que no se veía,
develando la injusticia y la miseria humana que acompañaba al modelo
capitalista adoptado por los gobiernos de turno, si bien es importante por
cuanto dio a conocer un mundo que hasta entonces había sido desconocido, ignorado
por la elite, punzando con talento la conciencia de una sociedad emuladora de
las corrientes y costumbres europeas; no obstante, la imagen que este discurso
construye de los sujetos es la de portadores de una fuerte conciencia de clase,
autoreflexivos y cultos. De ahí que sea recurrente hallar a militantes
políticos, a intelectuales de izquierda, a anarquistas ilustrados, etc. En el
fondo una elite marxista que estaba lejos de parecerse a lo que realmente era
—son— la gente del pueblo(56).
Pero si Guzmán
—perteneciente a esta última corriente— cae en esta inapropiada subjetivación,
Edwards Bello en cambio no oculta su desprecio y lamentación al mostrar a una
clase inferior sumida en su miseria y
castigo, mostrándolos como “fieras que los
turistas toman de noche en plena selva [sorprendiéndolos] en sus
actividades íntimas, en su fatal oscuridad...” (Edwards Bello, 1996: 5)(57).
La verdad es que esta referencia al roto por parte de la elite como un ser bestial y animalesco que es incapaz de poner freno a sus pasiones no debe
sorprendernos ya que resulta al fin coherente con el modo de ser suyo —el de la
elite, claro está—. En un mundo donde las tentaciones del cuerpo quedan
aplacadas por las del espíritu toda manifestación que exalte las apetencias carnales
caen bajo la mirada fiscalizadora de la
decencia y el decoro. El mismo acto sexual que la elite esconde hasta
desnaturalizar, el sujeto popular nuestro lo ensalza como uno de los más —si no
el más— grande de los placeres corporales. Acto que lo anuncian eróticamente
los bailarines en el baile cuequero:
“...entonces
se golpean el vientre los unos a los otros, tres o cuatros veces seguidas, y se
alejan saltando, para hacer los mismos movimientos, con modales muy lascivos e
indecentes regulados por el son de los instrumentos: de cuando en cuando
entrelazan los brazos, dan varias vueltas, continuándose en golpearse el
vientre y dándose besos, pero sin perder la cadencia. Se asombrarían en Francia
con un baile tan indecente; pero casi es común a todos los países de América
Meridional”
(Claro
et al., 1994: 524).
La cueca porteña en cambio prefiere
tratarlo todo desde el mundo animal y salvaje:
“La gallina se murió
y el gallo
cerró la puerta
y los pollitos piaban
al ver a su madre muerta
Por la calle pa´ arriba
la gallina se agacha
y el gallo sube
con los pollos debajo
La pesca del moñito
y el gallo encima
caramba y la sacude
(...)
Y el gallo encima, ay sí
caramba gallo malazo
le sacaste la cresta
caramba y a picotazo
Anda gallo malazo
caramba mariconazo”
(Núñez, 2001: 9)(58).
De hecho, no en vano
ya nos lo decía Edwards Bello que “[los rotos] se inclinan con ademanes primitivos
para satisfacer una imperiosa necesidad natural” (1996: 24). Sí, porque si hay algo que de verdad interesa a estos sujetos
del puerto [y a quién no] es matar la gallina. Un crimen permanente que tenía en las
calles Clave y Cajilla sus ansiadas víctimas:
“En las calles del pecado
me llamaste a tu ventana
de ti se prendió mi vida
y mi corazón en llamas
Carita apasionada
tus ojos moros
samba, china, chola, mi negrita, samba
lindo tesoro
Lindo tesoro, ay sí
precioso anhelo
samba, china, chola, mi negrita, samba
de mis desvelos
Aunque una pecadora
mi alma te adora”
(Advis, 1997: 77)(59).
Hablar de las calles
del puerto o de la plaza Echaurren es hablar de prostíbulos —de las casas de niñas—, estas al igual
que los bares vienen a representar la imagen misma de la perdición, del pecado,
lugares tan aborrecidos y amados a la vez que con ellos se podría escribir una
historia aparte, entera. Los viejos recuerdan siempre con nostalgia aquellos
años cuando lidiaban “esa” vida de trabajo y de familia con “esta” otra de
recreo y de amistad:
“Pero
se fueron
Los Siete Espejos
ya no está
Los Ojos Verdes
ni el
famoso cauro Humberto
casa de
vida alegre
Cajilla y
calle Clave
de miles
noches de ronda
de guapos
corazones
y de curva
‘e milongas
Aunque
eres sólo una calle
pero hay
un mundo en tu vida
fueron tus
noches alegres
de muchas
almas perdidas..”.
(Advis,
1997: 31).
La imagen que se obtiene de una
ciudad popular (mestiza) como fue el sector puerto de Valparaíso está dado en
gran parte por la presencia de las prostitutas y el modo particular de ejercer
su oficio. Por ejemplo, como lo señala El
Padre Padilla: la María Piojo de la Calle Nueva “mujer desenvuelta y
libre”: Aquí en Valparaíso las mujeres, / No obstante la Cuaresma i tiempo
santo, / Se han dedicado a todos los placeres / En este tiempo de pasión i
llanto. / Ese lúbrico canto / De la indómita carne no ha cesado” (12.5.1888). Y
en otro texto: “Pasadas las nueve de la noche, no se puede andar por la calle
de la Independencia: las hijas del pecado no dejan transeúnte que no pongan
tonto con sus forzadas caricias” (27.4.1889)... “Trabajadores cesantes:
herreros, caldereros, remachadores, gasfiteros... las prostitutas del cerro
Arrayán, donde van hasta los frailes dominicos” (26.1.1886)(60).
Pero no sólo el sexo, cierto, tiene
su espacio aquí, en general todas las sensaciones gratificantes que el cuerpo
exige. Y que la cultura oficial no admite. Casas
de putas, comilonas, tomateras, griterío, riñas, robos,
evacuaciones de todo tipo: vómitos, excrementos, orines, gargajos, mucosidades;
todo. Todo va a dar al mismo lugar, todo se fusionan en un gran y único
recipiente: el WC de “damas” o el de “caballeros” —o por
último el mismo piso—:
"La Olga Verde quería comer pescado frito. La idea fue aceptada y
cruzaron al frente, hacia la terrible subida Cuarta del cerro Santo Domingo. En
el Restaurant Tropezón, una señora gorda, morena, con poncho de castilla y
gruesos cabellos lacios, chamuscados por el fuego de la cocina, les arregló una
mesa. En el otro extremo del local, apenas iluminado, bebían cerveza cuatro
muchachos, con delgadas caras de maleantes hambreados... A la Olga Verde,
semiborracha, le había dado por reclamar de la cocinería. Todo lo encontraba sucio
y picante. Hubo que cambiarle el plato y buscarle un tenedor que no fuera
amarillo. Luego exigió vino tinto, en taza. Se cumplieron sus deseos, aunque la
dueña no tenía permiso para vender licor... - Podríamos rematar donde el rucio
Piltrilla, en Los Siete Espejos -propuso Beltrán. -Donde el maricón Humberto,
mejor -dijo Casarino-. Ahí me conocen"...
"Vamos, niñas, a tomar
a la subida del Barón,
para que nos toque el piano
el jovencito Lindor.
Un curcuncho bailando
dijo: -Señores,
tóquenme una cuequita,
que me enamore,
que me enamore, ay sí,
póngale, menta,
y llegando a veinte pesos
pase la cuenta.
Que yo por treinta pesos,
yo me enderezo".
"Las niñas del salón que habían sido huasas bailaban aperradas, con
los mechones sueltos:
Rosa Amelia, me llaman
los marineros, ¡ay Rosa!,
y otra vez que me llamen
me voy con ellos...".
"En la Plaza Victoria
hallaron un picaflor,
y del pecho le sacaron
la bandera tricolor.
La Plaza de la Victoria,
la Plaza Echaurren,
la caleta del Membrillo,
el puente de Jaime".
(Juan Uribe, 1973: 171-180).
A propósito, no quiero
dejar pasar las palabras con que nuevamente nuestro insigne naturalista nos
describe estos lares:
“A
las dos de la mañana la borrachera es general; esa borrachera violenta y
escandalosa que producen las bebidas gruesas. El prostíbulo parece poseído por
un demonio gritón y pendenciero; un hálito de locura pasa zumbando por esas
cabezas caldeadas que amenazan estallar o desplomarse. Algunas mujeres lloran
sin razón; otras se revuelcan con atroces convulsiones, gritando cosas sin
sentido. Al patio salen sombras vacilantes que se inclinan con ademanes
primitivos para satisfacer una imperiosa necesidad natural; el aire de la noche
parece caer sobre ellas como un rayo; el fresco áspero y penetrante las
aniquila; tienen que hacer un violento esfuerzo para volver al salón, donde el
calor, la música, la confusión, vuelven a arrastrarlas en su engranaje. Las disputas
y grescas no se dan tregua; por un sí o un no, esos hombres que el alcohol hace
de una susceptibilidad extraordinaria, se van a las manos; las niñas corren a
llamar a doña Rosa, pues saben lo que degeneran esas discusiones entre hombres
que llevan cuchillo, que desprecian su vida y no son dueños de sí mismos...”
(Edwards
Bello, 1996: 85).
Ahora bien, más arriba señalamos que
fue en la chingana donde se vio nacer a esta cueca urbana popular, lo que nos
lleva a deducir entonces que éste no es cualquier lugar, como ya lo hemos dicho
se trata de un lugar antropológico. He aquí un buen ejemplo de lugar que nos
vienen a dar estas rimas:
“En esas
casas alegres
yo oí las
mejores cuecas
apianada y
con pandero
corría
hasta la manteca
Como que
tienen imán
esas
lindas callejuelas
o es la
mujer de arrabal
que a
nuestras almas se aferra
Quien se
mete en el ambiente
donde el
fuelle la rezonga
es muy
difícil zafarse
donde
reina la milonga”
(Advis, 1997: 36)(61).
¿Y la figura de la plaza qué
resignificación tiene en este contexto de lugar? En el lenguaje colectivo de
quienes nos criamos en este puerto decir plaza Echaurren implica inmediatamente
pensar en putas:
“La famosa
Plaza Echaurren
antesala
del ambiente
y me
dieron la pasá’
porque
aguanté el agua fuerte”
(Advis,
1997: 33).
Leyendo un poco la historia
arquitectónica de esta ciudad resulta curioso saber que pese a todo lo famosa y
popular que ha sido la Plaza Echaurren ha sufrido sin embargo también los
latigazos de la modernización. Hubo serios intentos que quisieron mejorarla, cambiarle el aspecto popular
que por décadas ha mantenido, entre otras cosas haber sido “la antesala del
ambiente”. Con todo ese apogeo urbano que caracterizó al puerto a finales del
siglo XIX,
“la Plaza
cambió también su denominación tradicional pasándose a llamar Plaza Echaurren
en homenaje al Intendente Francisco Echaurren Huidobro, quien dirigió el puerto
en épocas de grandes proyectos urbanos; su gestión coincidió con el impulso que
daba Benjamín Vicuña Mackenna a la modernización de Santiago” (...). No
obstante, a pesar de los esfuerzos del municipio y de la prensa por modernizar
los gustos de los usuarios, fue difícil torcer una tradición de uso popular en
un ámbito tan frecuentado por marineros, gentes del pueblo, comerciantes
ambulantes y mujeres de la vida. Estrada apunta lo que señala un periodista de
la época. “Ya es aquello una verdadera toldería de indios, con sus quinchas,
guardapalos y sus inmundas lonas que bate el viento desparramando olores que ni
para narices de alcalde... En plena Plaza Echaurren a las doce del día,
empanaditas fritas, ensaladas de patas, picarones, horchata con y sin malicia,
y en unas mesas inmundas, unas bancas negras y cajas, unos braceros en que
humea la leña verde y unos gritos, una algazara de trasnochados de pascua, y
después lo de siempre que la malicia subió a la cabeza, que se descompuso el
estómago, que llega la de mojicones, la de palos, la del puñal y la policía, el
insulto, el grito, la riña, el calabozo y el juez”
(Estrada
et al, 2000: 150-151).
Pero también fue famosa, por otras
cosas sí, la Plaza de la Victoria:
“Y en la
Plaza ‘e la Victoria
mataron un
picaflor
y del
pecho le sacaron
la bandera
tricolor
La Plaza
‘e la Victoria
la Plaza
Echaurren
la Avenida
Argentina
y el
puente Jaime
y el
puente Jaime, sí
plaza
Bolívar
donde los
juramentos
nunca se
olvidan.
Y anda
corre ve y dile
que viva
Chile”
(Claro et
al., 1994: 525)(62).
Ahora, si ampliamos un poco más el
concepto de lugar que maneja Augé podemos incluso afirmar que no sólo el bar,
las chinganas o las quintas de recreo lo son, también lo serían las calles
donde se sitúan estos espacios, e incluso, por qué no, el sector mismo del
barrio puerto o, menos preciso todavía, el puerto mismo, la ciudad toda como una
sola y gran chingana donde se acude a festejar y a compartir deliberadamente
con los amigo(te)s. En este sentido, para los no porteños Valparaíso
constituiría entonces un lugar antropológico al estilo Augé:
“En patota
íbamo’ pa’l Puerto
a ese
“Nunca se Supo”
había que
ser re gallo
pa’
enchufarse en esos grupos.
Si fue
famoso San Roque
como fue
Clave y Cajilla
donde
llegaban los taitas
y los
chiquillos de la orilla.
También
fue cuna de guapos
el famoso
barrio chino
triunfó el
mercado de amor
y el
cantor de pergaminos...”
(Advis,
1997: 21).
Los versos de esta cueca porteña sitúan
inmediatamente a este sector de Valparaíso como un espacio social particular.
Primero viene a reflejar el lugar del carnaval, la pista donde se lleva a cabo
la fiesta —el Puerto—
como espacio geográfico y social donde se acude animosamente —en grupo— dispuestos a la diversión, a transformar ese
orden impuesto en la ciudad —Santiago, en este caso— en otro orden, en el de la
fiesta. Actividad que estaba restringida, participaban sólo algunos —los más gallos, los guapos—. Aquí el
poeta se refiere a los cuequeros bravos,
a los con experiencias y dispuestos a seguir la “ronda” —especie de payas que van saliendo de manera
improvisada—. Y también los orilleros, los marginales de la sociedad: putas, borrachos, delincuentes, en fin los anormales, disfuncionales al orden social establecido. Se trata de
un mundo conocido y que bastaba nombrar las calles para saber que se está
haciendo mención a los bares, las casas de putas, o a las quintas de recreo...
“Mañana me
voy p’al puerto
y a
caballo en un palito
pa’ que
digan las porteña
ay que
coche más bonito.
Yo p’al
puerto me juera
de güena
gana
si una
niña bonita
me
acompañara.
Me
acompañara, sí
p’al Cerro
Alegre
donde se
baila cueca
y en pasto
verde.
Y ahora sí
que es cierto
me voy
p’al puerto”
(Claro et
al., 1994: 526)(63).
Santiago por sí solo restringe la
vida de quienes lo habitan. A la disposición geográfica que los encierra se une
el sobre poblamiento y sus efectos: la contaminación, el atochamiento, la
delincuencia, la pobreza, la calidad de vida, etc. Por eso los santiaguinos
necesitan escapar de esa realidad que
les ahoga y los confina en un malestar permanente: calor, frío, agua... Sin
embargo, las formas que adopta ese escape son tan variadas como las
posibilidades para hacerlo. Mientras unos duermen y descansan en familia sus
horas libres, otros hacen deporte, y de los que salen a fiestas, se
emborrachan, bailan, comen y aman, muchos, lo hacen allá, en cambio, otros -con
más suerte quizás- vienen a Valparaíso. Desde que el Puerto es Puerto y
Santiago Santiago ha existido esa dicotomía entre una ciudad para el trabajo y
otra para el placer:
“Santiago
es una ciudad prisionera, cercada por sus muros de nieve. Valparaíso, en
cambio, abre sus puertas al infinito mar, a los gritos de las calles, a los
ojos de los niños... Éramos poetas o pintores de poco más o de poco menos
veinte años, provistos de una valiosa carga de locura irreflexiva que quería
emplearse, extenderse, estallar. La estrella de Valparaíso nos llamaba con su
pulso magnético... No sé por qué, entre mis viajes fantasiosos a Valparaíso,
uno ser me ha quedado grabado,... (Neruda, 1984: 71-81).
“Cada vez
que voy al Puerto
hago
flamear el pañuelo
y la
primera patita
es donde
Juanito Orrego.
Desenfunden
chiquillos
esas
vihuelas
pa’ cantar
con el alma
cuecas
porteñas.
Cuecas
porteñas, sí
flor de
gargantas
si parecen
canarios
cuando las
cantan.
Dale duro
al pandero
Juanito
Orrego”
(Advis,
1997: 76)(64).
Ahora
bien, cabe señalar que la manera como esta gente percibe la fiesta no es en base a la ruptura con la
cotidianeidad (“pasaje de lo profano a lo sagrado, como búsqueda de un tiempo
original en que se reencuentra plenamente la dimensión sagrada de la vida” —Eliade, 1967: 80—). Al revés, la fiesta sintetiza la vida
entera de cada comunidad e integra todas las dimensiones sociales, políticas,
económicas y culturales, así como los proyectos de cambiarla. Aunque es cierto
que la fiesta representa cierta discontinuidad y excepcionalidad, no son estos
los rasgos determinantes para ubicarla en un tiempo y en un lugar enfrentado a
lo cotidiano (Canclini, 1982: 79). Concretamente, la manera como este sujeto
percibe su escape al sector puerto
debe ser visto, en esta lógica, como una prolongación de la cotidianeidad y
como una actividad sin grandes alteraciones; contrario a como las sociedades
no-populares la conciben: más bien como un lapso de tiempo en que se detiene la
producción —el tiempo serio— para
incurrir en otro celebratorio,
siempre controlado desde arriba. En
este sentido vale recordar lo que señala Bajtin cuando muestra cómo el carnaval
medieval, con todo lo transgresor e irreverente que fue al invertir el orden
social de “ese” mundo, acabada la fiesta —a la mañana siguiente, diríamos— arremetía con más
fuerza y dureza aún la mano feudal, sometiendo y controlando a una sociedad que
de la fiesta sólo guardaba recuerdos. Lo que, por cierto, no quita el hecho de
haber tenido una importancia decisiva en la constitución de la conciencia
popular de la época. “En el plano simbólico-efectivo, “lo único”, y “lo
excepcional” parece tener mucho mayor efecto que lo que se repite”
(Subercaseaux, 1991: 210)(65).
En el plano nacional,
no deja de ser importante lo que parlamentarios de derecha desde hace algún
tiempo han estado haciendo con los días feriados. Cada vez están más empeñados
en reducir los días festivos, eliminando los famosos “sanguches” y centrándose
únicamente en dos festividades: las religiosas celebradas por la Iglesia
Católica y las laicas relativos al sentimiento patrio. Aducen para ello la
cantidad de dinero que pierde el país en un solo día de no trabajo. Pero,
¿quién es el que en realidad pierde más, el país (!!) o no son acaso ellos mismo que como sabemos comparten su vida
de político con la de empresario?
En fin, lo importante
es que la gente pese a todas las imposiciones legales que le obligan a trabajar
más de la cuenta busca siempre motivos para zafarse de ello. Como sea igual se
las arregla para no perder los valiosos sanguches,
se queda después de la jornada, va el sábado, o por último falla, qué más da
que le descuenten unos pesos, total después lo
comido y lo bailado... Claro que hay otros que por demasiado festín
terminan mal:
“De la uva
salió la chicha
de la
chicha, los cura’os, carabinero
de los
cura’o la multa
la multa
para el ju’gao
carabinero.
De la uva
salió la chicha, carabinero
detracito
del juez, el secretario,
el
gendarme y el reo
y el
escribano, carabinero.
Y el
escribano, sí
qué habrá
pasa’o
me pagaron
la multa,
sigo
encana’o, carabinero.
(Núñez, 2001: 10)(66).
Pero así como hay algunos que viene
al puerto, disfrutan todo lo que pueden y luego regresan a su vida normal, hay
otros en cambio que se prenden de esta ciudad. Son muchos los foráneos —desde
santiaguinos, sureños, nortinos, latinoamericanos y europeos de todas las
naciones— que han pasado por aquí y no han vuelto
más a sus orígenes, aquí los asientan y hacen de este puerto su otro país. Esto
es muy típico en esta ciudad sobre todo con los alemanes, italianos, españoles
que atracaron por las más distintas razones —bélicas, negocios,
placer, etc. — y que armaron su nueva vida en algún lindo cerro. Pero hay otra infinidad menos conocida y más pobre que
compone un tipo importante del tipo de inmigrantes que llegó a esta ciudad. La
prensa de entonces describía, telegráficamente, a un grupo masivo de ellos,
entre 1889 y 1890, así:
“[se trata de] vagos y holgazanes,
mendigos y criminales, raquíticos y contrahechos, tropa de mendigos,
harapientos, incapaces de procurarse subsistencia, rateros y pordioseros,
mujeres flacuchentas, hambrientas y sucias, ejército de lisiados y pendencieros,...”
(Lorenzo et al. 2000: 18-19).
El puerto, en ese entonces, de
alguna manera (de la manera como sólo un puerto) los oculta, los protege. Pero
también, por supuesto, llegaron cesantes “honestos” en busca de mejores
posibilidades de trabajo (recordemos nomás la cantidad de desocupados que llegó
del norte con el cierre de las salitreras, con ellos se poblaron cerros
enteros).
“Muchos
llegaron al Puerto
a pasar
dos o tres días
y se
quedaron anclados
por el
resto de su vida
Hay otros
que se preguntan
ni ellos
mismos se dan cuenta
qué tiene
Valparaíso
me sujetó
las chancletas
Yo que era
re’ santiaguino
y me quedé
aquí en la orilla
tengo una
linda porteña
y estoy
lleno de familia
(Advis, 1997: 40).
Una de las cosa que asombra en el
porteño en general y particularmente en el sujeto popular es el valor que le
asigna al hecho de ser de acá, de haber sido nacido y criado en este ambiente
porteño. Es normal oírlos decir “amo este puerto”, “es el más lindo”, “como
Valparaíso no hay otro”, etc. Más allá de juzgar si tienen razón o no, lo
cierto es que en el porteño se ha arraigado una suerte de chovinismo muy
particular, en el que incluyen mujeres, clima, playas, cerros, el
“Wanderito”!!, por supuesto, y otros como mariscos, incluso la calidad de las
personas. Se le suelen atribuir a los porteños los rasgos esos con que el chileno recibe al amigo cuando es
forastero...
“Soy del
puerto soy porteño
de
Santiago santiaguino
de
Quillota quillotano
de Los
Andes soy andino.
Del puerto
aquí a Santiago
doscientas
leguas
tengo una
casa grande
para mi
suegra
para mi
suegra, sí
y al otro
la’o
unos
cuartos de paja
pa’ mis
cuñaos.
La que no
tocó na’
fue mi
cuña”
(Claro et
al., 1994: 527)(67).
El viejo popular del Puerto es un viejo zorro, conoce la vida, sabe lo que
quiere y cómo lo quiere. Conoce sus calles, su gente, las mejores picá, las peores. Tiene amigos en todas
partes, lo conocen en el barrio puerto como en el Almendral, en todos los
cerros ha tenido amigos y amores, y ha trabajado en todos los oficios. Su
pequeño gran mundo son las calles, las plazas, los bares... En el fondo un
viejo canchero:
“Yo soy
dueño del Barón
porque soy
un caballero
trafico
por Calaguala
y bajo por
Los Lecheros
Las calles
principales
que yo
trafico
son la
estación del puerto
con San
Francisco
Con San
Francisco, sí
la plaza
Echaurren
la avenida
Argentina
y el
puente Jaime
Los
Placeres y Playa Ancha
y fueron
mis canchas”
(Claro et
al., 1994: 528)(68).
Aquí viene otra que apunta más a su
condición de gigoló:
“Yo crucé
los siete mares
tiré
anzuelo en cada puerto
y a las
mujeres bonitas
supe
darles cumplimiento
Tuve ricas
mulatas
lindas
francesas
una geisha
en Hong-Kong
y hasta
princesas
Hasta
princesas, sí
pa’
compromiso
hay más
lindas en mi puerto
Valparaíso
Por eso
tiré el ancla
en mi
Playa Ancha”
(Advis,
1997: 77)(69).
Pero esta vida de juerga en juerga
de boliche en boliche viene ciertamente a desmitificar aquella ideas de que el roto chileno es bueno para el trabajo,
de que es un hombre esforzado, y que no
le agacha el moño a nadie para el yugo, mi apreciación en realidad es que
este dueño del Barón es más bien un
tipo medio flojazo, acostumbra a
dormir hasta muy tarde y luego sale, baja al plan, para volver finalmente en
uno o varios días más:
“Levántate flojo del diablo
y hasta cuando estay encama’o
parecí sa’ gallina clueca
te pasa’i el día echa’o
Cuando toma’i un chuzo
con una pala
hay que darte una friega
por la semana
Por la semana, ay sí
hácele empeño
te nombran el trabajo
te baja el sueño.
Hay que quitarte el sueño
caramba hácele empeño”
(Núñez,
2001: 11)(70).
Mas, su empeño está puesto en otro lado.
Hemos dicho ya que el Puerto es el
lugar donde se acude a festejar. Y la cueca representa una actividad colectiva
y marcada por el sentimiento afectivo de quienes la interpretan. Se debe
entregar todo al cantarlas, el ser completo de sus intérpretes se vuelca en
ellas. De alguna manera esto exige una actitud parecida para quienes la bailan
o simplemente la escuchan. Encarnan al ambiente completo. Desgarran toda la
vitalidad de un mundo popular: duro, de esfuerzo, donde todo se siente, se hace
y se vive apasionadamente. Sin matices.
“Cuando quiero, quiero firme
cuando olvido, olvido recio
cuando me quieren dejar
antes que me dejen, dejo
Toma este pañuelito
y ábreme el pecho
y veras tu retrato
caramba que está bien hecho
Qué está bien hecho, ay sí
caramba mira pal´ cielo
y verás tu retrato
caramba de cuerpo entero.
Por mirar tu retrato
caramba casi me mato”
(Núñez, 2001: 12)(71).
El sujeto perteneciente a esta
cultura popular porteña ama de cuerpo entero. Para él el amor es un sentimiento
que invade todo su ser y lo demuestra con la figura de un pecho que se abre y
un corazón que se desgarra y se desangra. La viveza y naturalidad de su pasión
es de un rojo intenso, profundo. Es un sentimiento fuertemente arraigado en la
carne. Contrario, cierto, al discurso romántico ese donde priman más las ideas
que la acción, donde se construye un mundo ideal, suprahumano, etéreo. Se
superpone una imagen de bellaza propia de la estética burguesa. Aquí por el
contrario los sujetos son portadores de un realismo asombroso y extremo. No hay
cabida para cuestiones intermedias, es sí o sí:
“Si quiere
escuchar cueca
cantarla
como Dios manda
vamos p’al
puerto,
vamos p’al
Nunca se Supo
que las
cantan con el alma
vamos p’al
puerto.
Piano,
acordeón y viola
y con
pandero
la pareja
no empaña
en un
ambiente que es dieciochero.
Bien
dieciochero, ay sí
hay
alegría en el Nunca se Supo
de noche y
día
vamos p’al
puerto.
Cantan la
cueca en grupo
en el
Nunca se Supo”
(Núñez, 2001: 13)(72).
Estamos por lo visto frente a todo
un mundo, de cara a una cosmovisión que está siendo relatada por medio de un
lenguaje distinto, marginal —el “coa” —. Un lenguaje cargado con mucha picardía
y con el escepticismo propio del choro,
un modo de ver la vida de quien ha tomado distancia de ciertas normas y valores
sociales:
“De a poco
me fui metiendo
en esa
vida de bohemia
y era
mejor en la noche
es cuando
las papas queman”
(Advis,
1997: 25).
Hay en quienes participan de este
mundo bohemio y marginal una actitud que no es para nada conciliatoria, no
buscan ser aceptados por los estratos ilustrados, al revés, se burlan de ellos.
Pero también desconfían de ellos y esa desconfianza la simbolizan en una forma
de ser y de hablar que guarda celosamente los códigos de una vida hecha al
margen, delictivamente, por eso requiere ser dicha pero solo para ser entendida
por unos pocos, de manera camuflá’.
Pero no sólo eso, y es que el hombre
popular del Puerto también valora otras cosas, situaciones que tienen que ver
más con su cotidianeidad y con su mundo real y concreto, inmediato. Con las
cosas simples de la vida más que con abstracciones que no le pertenecen y que
no entiende ni quiere entender. En este sentido, la amistad viene a ser uno de
los lazos societales que más se valora, cobra un valor trascendental en estos
grupos populares. Afecto que exige total retribución por parte de sus
integrantes, y donde se guarda celosamente el compromiso fraterno de lealtad y
respeto. ¿Y esto no se deberá acaso al hecho que, como han sido toda la vida
pobres, aprenden desde muy niños que de lo único que son absoluta y realmente
dueños es de su palabra? El cumplimiento en la palabra empeñada para estos
porteños es la condición sine qua non
con la cual pueden ser aceptados y participar así de esa vida de goce y de
placer que se vive en grupo:
“En el
grupo el cual me junto
que recién
estoy conociendo
hablan de
pulentería
y de
jergas que no entiendo.
El flaite
con el piola
el
mechero, la polenta,
el
espiante la yuta,
y la
blanca de la h’uena.
Y de la
h’ena, ay sí
de clavo y
mecha
el salame
y el ñeleco (?)
caramba y
el estafeta.
De quirusa
Manolo
caramba
que gire el loro”
(Núñez, 2001: 14)(73).
El que habla aquí,
qué duda cabe, es el hombre guapo
vividor de las noches de bohemias, el choro flaite
del puerto. O este otro que una vez cometido sus delitos ordena a su mujer:
“Le tengo
dicho a mi negra
que si me
llegan a encanar
que sufra
y tenga paciencia
hasta
cumplir la condena
Le tengo
dicho a mi negra
a mi negra
le he dicho
si caigo
en cana
que me
lleve la vianda,
la
sobrecama, ay morena.
La
sobrecama, ay sí
caramba yo
soy monrero
donde meto
la mano
saco
dinero, ay morena.
Yo soy un
roto con tino,
caramba
salgo al camino”
(Núñez,
2001: 15)(74).
En ambos casos está el reflejo de
esos hombres y mujeres que arman su vida —como decíamos más arriba— al margen
de la ley, ya sea robando, traficando, drogándose; como sea son sujetos que
toman cierta distancia de las normas, los hábitos y las costumbres que hace el
común de la gente, los normales. A
propósito, Benjamin, por medio de un estudio que hace de la obra de Baudelaire,
descubre que la ciudad actual representa el lugar donde “se hallan los lados
inquietantes y amenazadores de la vida urbana”, y en que la masa aparece a
través de tres figuras. La primera de
ellas es La conspiración, que se
materializa en torno a la taberna y es donde, citando
a Jesús Martín-Barbero nuevamente,
“se
cuece la rebeldía política, sobre él convergen y en él se encuentran los que
vienen del límite de la miseria social con los que vienen de la bohemia, esa
gente del arte que no tiene mecenas pero que todavía no ha entrado en el
mercado. Su lugar de encuentro es la taberna (...) donde todos están en una
protesta más o menos sorda contra la sociedad (...). Por ahí, por “su vaho”,
pasa una experiencia fundamental de los oprimidos, de sus ilusiones y sus
rabias”
(1987:
60).
Si bien esto dice relación con un
tema mucho mayor, el del drama moderno
que afecta al hombre actual en su conjunto, para el caso nuestro cuando lo que
nos interesa es dar con una imagen con nos acerque a la identidad de este
sujeto popular que vive en estos sectores y para lo cual contamos, entre otras
cosas, con estas letras de cuecas que fueron quedando en la memoria de los
viejos que realmente vivieron esta época, preferimos limitar el tema a este
puro contexto, y si se puede, desde aquí ampliarnos a una mirada que nos
permita entender los problemas que afectan a las sociedades o comunidades
urbanas actuales. Este sujeto particular se describe así:
“Soy chiquillo de la orilla ay tiqui, tiqui
precioso estuve en canela, ay nina, nina
por pegarle una palmada ay ti...
a un choro por revolverla ay nin...
Si fue por revolverla
le puse peso a la nomá
y una pifia en el paño
cargó con la mansa bronca
La mansa bronca, ay sí
no me ‘aurisma’ el garabato
la chanfaina en la oreja
la llevo porque soy guapo.
Le abro la guata al chancho
naniná, yo soy de Pancho”
(Núñez, 2001: 16)(75).
El mundo delictual atraviesa la vida
de muchos de estos sujetos populares. En un ambiente donde se nace y se muere
pobre, donde se va a la escuela —si es que se va— sólo a aprender el silabario,
donde los días son noches y donde se vive es a las orillas de la urbe, se
produce un caldo de cultivo propicio para que de entre esas gentes emerjan las
más variadas profesiones delictuales,
bandidos de toda calaña: asesinos voluntarios y a sueldo, ladrones, lanzas, cogoteros, traficantes, cafiches,
usureros, matones, contrabandistas, etc. de todo lo imaginable ha producido el
barrio puerto, desde el Emile Dobous hasta asaltantes de bancos o ladrones de
ganado (como aparece por ejemplo en la película Valparaíso, mi amor, de Aldo Francia). Como sea al final casi
siempre los atrapan y deben pagar sus culpas en la que fue la famosa Cárcel
Pública:
“De la flor de la violeta
voy a ser un canastillo
pa’ llevárselo a mi amada
que se encuentra en el presidio
De la flor de la violeta
el presidio del Puerto
caramba y es muy penoso
caen ricos y pobres
caramba y al calabozo.
Al calabozo, ay sí
caramba y el juez decía
pásenlo pa’ la cana
caramba por 21 días.
No me pasen pal’ frente
caramba soy inocente”
(Núñez, 2001: 17)(76).
Cuando me referí a
los oficios delictuales hay uno que merece que nos detengamos un momento antes
de terminar. Cuentan los viejos de La Isla de La Fantasía que por ahí por los
años 50 era famoso el contrabando de licores que se perpetuaban un poco más
adentro del muelle. Incluso haciendo memoria el mismo Manuel Rojas en Lanchas
en la Bahía le asigna a su protagonista el trabajo de (¿...?), tiene un nombre,
pero la cosa es que hace guardia de noche en las lanchas para evitar que los
contrabandistas saqueen los barcos que cargan licores. (Hay una parte en que se
muestra al personaje triplemente afligido. Casi muerto de frío, con un sueño
que los devora y con el temor permanente de ser atacado por los piratas). Término
con esta anticueca que rememora aquellos años en que los viejos fueron
contrabandistas:
“Va
llegando barco al muelle
los
piratas se preparan
para hacer
una quitada
a las
cuatro e’ la mañana
Va
llegando barco al muelle
la vida
del pirata
caramba,
es un caudillo
el que no
muere a bala
caramba,
muere a cuchillo.
Muere a
cuchillo, sí
caramba,
contrabandista
si la mar
te la da
caramba,
la mar te la quita
Bajemos a
la aduana
caramba, y
en la mañana”
(Núñez, 2001: 18)(77).
NOTAS
(1)
Se trata del sector desde el sur de la Plaza Echaurren hacia los pies de los
cerros Santo Domingo, Toro y Cordillera, entre las calles Clave, Cajilla, San
Francisco y Santiago Severín. En este microespacio social permanecen todavía
algunos bares, cabarets, hoteles y fuentes de soda que por su actual estado de
deterioro y ubicación están al margen de la ciudad. Entre los más
característicos se halla El Rancho del 7 Machos, el Nenita, el Clara, el
Industrial, Los portuarios, el Wanderino, Los Carlos y el Liberty. Aquí
funcionó La Cuadra, uno de los cinco sectores en que se dividió la “bohemia
porteña”, famosa por la agitada y licenciosa vida popular que caracterizó al
Puerto desde más o menos 1820 hasta 1973. Casi ciento cincuenta años en que va
teniendo distintas y variadas etapas de menor o mayor desarrollo. Destacables
son las últimas décadas del siglo XIX y los primeros, los cincuenta y los
sesenta años del siglo XX todo lo cual, sin embargo, terminó abruptamente,
hasta exterminarse casi por completo, en septiembre de 1973, con el golpe
militar.
(2) Concepción
que en un espectro más abarcador “incluye el sistema de valores, ideas y
creencias que explicitan los comportamientos sociales, o, si se quiere: el
sistema de reglas que sostiene la generación de sentidos y significados colectivos”.
Se trata ésta de una definición amplia con la cual, según B. Subercaseaux,
CENECA, desde sus inicios trabaja. Revisar, Historia,
literatura y sociedad. Ensayos de hermenéutica cultural. Ediciones
DOCUMENTAS, CENECA y CESOC, Santiago, 1991, p. 202.
(3) Aun
cuando bar y taberna parecen ser lo mismo, no lo son. Bar deviene de ‘barra’,
mueble que sirve para apoyar lo que se bebe de pie, en cambio, ‘taberna’
(chingana, quinta de recreo o restoranes) apunta a un lugar público donde
además de bebida hay comida. Lo que supone, primero, un espacio más amplio y,
segundo, donde se pasa y se convive más tiempo. Lo cierto es que el término más
correcto para lo que me estoy refiriendo es el de taberna, pero considerando el
uso que en general en nuestra sociedad le damos, los usaré indistintamente.
(4) Quizás la
única y más emblema excepción al respecto lo representa Violeta Parra que con
su intensa labor de folclorista e investigadora ocupó un espacio importante en
los medios radiales y universitarios, el que culmina finalmente con la
invitación y posterior exposición de su obra en el Museo de Louvre de París en
año 1961. No obstante, J. J.
Brunner, por ejemplo, niega derechamente la existencia de una cultura popular.
Usando tramposamente las
conceptualizaciones que Gramsci hace de ‘hegemonía’ y de los estatutos
que definen cultura, la cultura popular, según él, “es ser una no-cultura”; no
tiene ni contenido ni forma. No existe. Ver, Un espejo trizado: ensayos sobre cultura y políticas culturales. FLACSO,
Santiago, 1988, p. 161.
(5) “Plaza O’Higgins y
Almendral”. Gran parte del material con que se trabaja aquí corresponde al
conjunto de cuecas que me otorgó el músico porteño Aliro Núñez,
quien lleva algún tiempo ya indagando sobre las cuecas populares urbanas de
Valparaíso. Además es co-gestor del proyecto “La Isla de la Fantasía” que el
año 2001 se adjudicó un Fondart por el registro de una serie de cuecas que
están en peligro de perderse. En adelante Núñez, año y un número por cada
cueca.
(6) De
lo que se trata, en este caso, es de entender el problema como parte de un
fenómeno social mayor, y que tiene que ver en resumidas cuentas con la cuestión
de la “modernidad latinoamericana”; y toda la discusión que al respecto se ha
generado.
(7) M.
Carmagnani, La Gran Ilusión de la
Oligarquía. Estado y Sociedad en América Latina. Crítica, Barcelona, 1984, p. 9.
(8)
Esta reacción nacionalista se apoya sin embargo en algunos hechos determinantes
de nuestra historia nacional. A saber, en el plano internacional, lo que significó
para Chile el triunfo sobre la Confederación Perú-boliviana; en el político, la
era posportaliana significó la apertura hacia la democracia y la libertad; se
suma a esto todo el fervor intelectual y cosmopolita que impregnó el campo
cultural y social de la vida pública nacional. Véase, al respecto, B.
Subercaseaux, Historia de las ideas y de
la cultura en Chile. Tomo I, “Cultura y sociedad liberal en el siglo XIX”.
Aconcagua, Santiago, 1997, pp 55-62. Por otra parte, vale destacar que este
proceso de nacionalización que emprenden la elite social y el Estado después de
las primeras décadas de la Independencia, presenta dos posturas en permanente
disputa: por un lado, el liberalismo republicano y jacobinismo —de corte
idealista— y, por el otro, una postura posibilista y organicista —de corte
realista, pragmático—. Según Subercaseaux, en esta dicotomía estarían las bases
de los dos regímenes políticos que han caracterizado nuestra historia
republicana: la democracia y el autoritarismo. Leer, “Caminos interferidos: de
lo político a lo social. Reflexiones sobre la identidad cultural”, En Estudios Públicos, Nº 73, 1999, p. 157.
(9)
L. Bethell (ed.), Historia de América Latina. “Ideas políticas y sociales en América
Latina, 1870-1930”. Cambridge. University Press y Crítica, Barcelona, 1990.
(10) A.
Rama, Rubén Darío y el modernismo.
Alfadil Ediciones, Caracas, 1985. Así también los autores que hablan de una
modernidad ‘heterogénea’, ‘híbrida’, ‘barroca’, ‘incompleta’, etc., para
referirse al modelo particular que adoptó Latinoamérica. Entre los cuales están
Habermas, Paz, Morandé, García Canclini y otros.
(11) Santiago
Lorenzo et al., Vida, costumbres y
espíritu empresarial de los porteños —Valparaíso en el siglo XIX—, Instituto de Historia, serie
Monografías Históricas, Universidad de Valparaíso, 2001, Nº 11, p. 13.
(12) Después
se verá que esta distinción hecha entre Valparaíso y Santiago puede ir más
lejos todavía, llegando incluso a establecerse una diferencia importante entre
“una ciudad donde se trabaja” —Santiago— y “una donde se recrea, se festeja”
—Valparaíso—. Distinción que resulta más importante aún cuando damos cuenta que
estos dos factores están presentes dentro de la misma ciudad de Valparaíso.
(13) Baldomero
Estrada et al., Valparaíso. Sociedad y
Economía en el siglo XIX, UCV, Valparaíso, 2000.
(14) En
el fondo lo que propone G. Salazar es la creación de una nueva historiografía
de carácter popular que impulsa la proyección universal de esa identidad. Esta
postura —a juicio de Larraín— bordea el idealismo. En otras palabras, lo que
intenta Salazar es buscar y privilegiar otro sujeto, distinto a esos “hombres
ejemplares” que levantaron un sistema nacional clásico y que luchan por
preservar su estabilidad. En la medida que lo identifica (para él es ese/a
hombre/mujer del “bajo pueblo”), lo
valora negando la existencia del otro, diciendo que ahí está la historicidad del país, desde ahí, según él, se puede
hacer una nueva historia. Pese al radical y aparente esencialismo con que el
historiador aborda el problema, es innegable sin embargo el inmenso aporte que
hace en el sentido de entender la identidad chilena desde otra mirada, inversa
a los modelos tradicionalmente establecidos, lo que no quita pues —pese a todo—
reparar en la connotación que puede llegar a tener el adjetivo “bajo” que, por
lo demás, tanto eco ha producido en las nuevas camadas de historiadores cercanos al tema. Revisar, en estos casos,
de G. Salazar: Labradores, peones y
proletarios. LOM, Santiago, 2000; “Chile, historia y ‘bajo pueblo’”, En Proposiciones, Nº 19, (julio, 1990),
Sur, Santiago, pp. 7-16; y con J.
Pinto, Historia Contemporánea de Chile I,
Estado, Legitimidad, ciudadanía. LOM,
Santiago, 1999, p. 147. Y de J. Larraín, Identidad chilena, LOM,
Santiago, 2001, pp. 172-179.
(15) “Un paco me llevó preso” (anónima).
(16) “Apenas te toma’i” (anónima).
(17) Al
respecto, revisar algunos trabajos que abordan el tema de lo cotidiano en la
vida moderna, entre otros, G. Lefebvre, La
vida cotidiana en el mundo moderno. Alianza Editorial, Madrid, 1972; M.
Maffesoli, “El ritual y la vida cotidiana como fundamento de las historias de
vida”, En Marinas y Santamarina, (eds.), La
historia oral: métodos y experiencias. Debate, Madrid, 1993; N. Lechner, Vida cotidiana y ámbito público en Chile.
Documentos de Trabajo, Nº 103, FLACSO, Santiago, 1980 y P. Aravena (ed.), Miseria de lo cotidiano. Universidad de
Valparaíso, Facultad de Humanidades,
2002.
(18) Las ideas
de W. Benjamin resultan trascendentales para este estudio en un doble sentido.
Primero, por no creer en la totalidad como portadora de la verdad histórica:
apuesta por las ruinas, por el fragmento, por los desechos. Su lugar son los
márgenes. Se trata de una sensibilidad de conciencia no centrada, puntillista,
que es capaz de percibir el problema desde todos los ángulos. Esencial en esta
percepción es el método a través del cual Benjamin “hace hablar” a esas ruinas
y que es la manera como la sensibilidad —el sensorium—
de una época percibe el mundo. La segunda, al retratar la ciudad moderna, descubre
que la sociedad aparece a través de tres “figuras”, una de las cuales es la conspiración, que se materializa en torno a la
taberna. De esta manera, lo que en ella se da, representa un modo de
resistencia frente al tipo de vida que se está llevando a cabo en las grandes
ciudades. Ver, para el caso, J. Martín-Barbero, De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía. Gustavo
Gili, México, 1987, pp. 49-63. Además, B. Sarlo, Siete
ensayos sobre Walter Benjamin. FCE, Buenos Aires, 1994.
(19) Debo
decir que el enfoque con que se abordará a la cultura popular en este estudio
corresponde a un conjunto de ideas sostenidas sobre la base del
“descubrimiento” y “rescate” en las últimas décadas de las ideas de Gramsci
respecto a lo popular, de manera muy especial, el tratamiento que le da al
concepto de ‘hegemonía’, como algo que no está
sino que se hace y rehace, y al de folklore, como cultura popular, subalterna,
como concepción del mundo y de la vida en contraposición de la cultura oficial,
culta, docta; como contracultura. Leer, al respecto, A. Gramsci, El materialismo histórico y la filosofía de
Benedetto Croce. Nueva Visión, Buenos Aires, 1973. Así como lo señalado por
J. Martín-Barbero, Op. Cit., p. 85 y por N. García Canclini, Las culturas populares en el capitalismo. Nueva
Imagen, México, 1982, p. 23.
(20) Véase,
de L. A. Romero: “Los sectores
populares urbanos como sujetos históricos”, En Proposiciones, Nº 19, Sur, Santiago, 1990, pp. 268-278. En él se
refuta tanto la lectura romántica esencialista de las culturas populares como
las que lo niegan, aquellas que las perciben como “una variante degradada de la
cultura de elite”. Por el contrario, reafirma su existencia, en el conflicto,
en la coexistencia y como impureza.
(21)
Epistolario. Vicente Huidobro y María
Luisa Fernández de Huidobro, Santiago, DIBAM-LOM, 1997. (Escrito por
Vicente Huidobro a Salvador Reyes desde París, en 1924), En B. Subercaseaux, Chile o una loca historia. LOM,
Santiago, 1999, p. 31.
(22) “...cuyos
elementos principales arrancan desde la época colonial, desde la tradición
colonial española, especialmente en sus aspectos de ganadería y artesanía que
se relacionan con formas específicas de la sociabilidad”. Según la misma tesis de Salazar que trata J. Larraín, esta
cultura oligárquica de la elite posee un carácter mercantil, fuertemente
influida por la cultura europea y norteamericana, lo que la hace de algún modo
“ser coherente, pero el costo de su coherencia interna es su desarraigo: tiene
un carácter imitativo y carece de originalidad e imaginación creativa”. Este
carácter para Larraín que viene a dicotomizar a ambas culturas en una creativa
y en otra imitativa vendría, según Salazar, “a ser crucial para el problema de
la identidad porque ésta, naturalmente, sólo puede encontrarse en lo que es
genuinamente propio de un pueblo, no en la copia. Sólo una cultura creativa
puede aspirar a construir una verdadera identidad de una nación”. Sin duda
estamos frente a un juicio radical por parte de Salazar al señalar que la creatividad
está absolutamente ausente en las clases altas y se concentra en el ‘bajo’
pueblo. En J. Larraín, Op. Cit, p. 173.
(23)
Esto dice relación con lo que señala B. Subercaseaux en cuanto a que en Chile,
en comparación a otros países del continente, habría un “déficit de espesor
cultural de carácter étnico y demográfico”, que no niega su riqueza cultural;
lo que sucede es que ha sido interferida por las políticas de la elite
impidiéndole su libre circulación y evitando a la vez su mezcla y diversidad. Lo
que conlleva finalmente a su debilitamiento, e incluso, a su extinción. Para el
caso que nos ocupa todo apunta a que, al menos en esta realidad específica, no
habría dicho ‘déficit’, y esto porque hubo un capital cultural socialmente
circulante que no permaneció quieto, estancado; la vida y tradición cultural
del Puerto ha posibilitado su enriquecimiento y diversidad. Respecto a lo
primero, léase, de B. Subercaseaux,
“Caminos interferidos: de lo político a lo cultural. Reflexiones sobre la
identidad cultural”. En Estudios Públicos,
1999, Nº 73, pp. 149-163; y Chile o una
loca historia, LOM, Santiago, 1999, pp. 57-63.
(24) “Autobiografía”,
En Luis Advis, Nano Núñez. Poesía Popular.
SCD. En adelante Advis, año y número de página.
(25) “Vamos
niños a tomar”. Cueca parte de la recopilación hecha por Claro y otros:
“Cancionero chileno” en Chilena o Cueca
tradicional de acuerdo con las enseñanzas de de don Fernando González Marabolí,
Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 1994. En adelante Claro et.
al, año y número de página.
(26)
Véase M. Foucault, “Los anormales”, En La
vida de los hombres infames. Ensayos
sobre dominación y desviación. Piqueta, Madrid, pp. 61-66.
(27)
La escuela es una institución
que disciplina a una parte importante de la población sometiéndola a una
socialización intensiva y sistemática de una cultura normada. Al aislar a los
niños de la sociedad contribuye a disciplinar a la población: moral, afectiva e
identitariamente. Con la modernidad, luego, adquiere un rol fundamental en la
transformación de las bases sobre las cuales se asienta la cultura, su
transmisión y organización. Expande además una conciencia nacional difundiendo
la lengua dominante del Estado, la literatura del país y socializando un
sentido de historia y de identidad nacional. Pero al mismo tiempo se hará cargo
de difundir una cultura moderna organizada de acuerdo a una concepción burguesa
de mundo. La escuela, por último, lucha contra el folklore, contra las
tradiciones propias de los pueblos (su moral, su religión, su sentido común)
para imponer una cultura que transmite una concepción de mundo moderno. La
cultura popular, entonces, con el poder de la escuela, queda subsumida en la
categoría de folklore, que será por
tanto necesario combatir, superar. Ver, al respecto, A. Gramsci, El materialismo histórico y la filosofía de
Benedetto Croce. Nueva Visión,
Buenos aires, 1973, p. 58.
(28)
Véase M. Augé, Los
“no lugares”. Espacios del Anonimato. Una
antropología de la sobremodernidad. Gesida, Barcelona, 1993, pp. 82, 83 y
86, respectivamente.
(29)
Como señala T. Moulian, al estar la cultura cotidiana del Chile Actual
penetrada por la simbólica del consumo, la identidad del Yo se construye a
través de los objetos y que ello hace que se pierda la distinción entre
“imagen” y ser. Revisar, Chile Actual.
Anatomía de un mito, LOM-ARCIS, Santiago, 1998, p. 109. Entonces si las
identidades nacionales ahora son construidas a través del consumo —como espacio
simbólico cultural propio del capitalismo—, desde esta práctica habría entonces
una posible salida a la crisis identitaria que afecta a los sujetos modernos.
García Canclini sostiene que como se acabaron las ‘revoluciones’ estamos ahora
en la etapa de las ‘negociaciones’, como vía para solucionar los problemas
sociales; lo cual quiere decir que, en el caso de los sujetos populares, ¿la
actitud que deberían adoptar sería la del consumo?, a fin de negociar desde
allí sus desigualdades sociales y culturales. Al respecto, leer, N. García
Canclini, Consumidores y ciudadanos.
Conflictos multiculturales de la globalización. Grijaldo, México, 1995.
(30) Esta es
la imagen que de alguna manera describe a la ciudad moderna, como un lugar del
desarraigo, la nostalgia, lo marginal; “donde habitan seres gastados por la
modernidad”. En P. Lemebel, 12 crónicas
urbanas. El mundo al instinto ediciones, Santiago, 2001, p. 9.
(31)
Según B. Pastor el discurso colonial
sobre Chile es una sugerente mezcla sobre el discurso de la hazaña y la del
fracaso. La presencia constante de una naturaleza inhóspita, la estigmatización
de que era una tierra infamada, la existencia de un adversario natural jamás rendido, las distancias, las
comunicaciones, las incesantes lluvias, etc., etc., arman una visión de
Santiago —y de otras ciudades— como aquel territorio donde habrá que mezclar el
“trabajo de la guerra” con el de “las manos”
para poder sobrevivir, es decir, no basta sólo con conquistar sino que
también habrá que trabajar la tierra, construir casas, utensilios. Por eso,
este sector de Valparaíso, y en general los principales centros urbanos de este
país, pueden ser vistos como lugares que para ser habitables primero deben ser
planificados (es decidora la imagen aquella en donde aparece Valdivia revisando
los planos de la ciudad, trazando las arterias principales al lado del
Mapocho), después construidos y finalmente habitados, lo que no pasa con el
“barrio puerto”; la imagen es la de una lugar que se fue construyendo así nomás, espontáneamente y sin previo
aviso. De ahí el desorden arquitectónico, la estrechez de sus calles, los
problemas viales, etc., etc. Revisar, al respecto, B. Pastor, Discurso narrativo de la conquista de
América. “Introducción”. Casa de las Américas, 1983; y, Valparaíso:
un sueño que abre paso en el tiempo. Cinco miradas a su arquitectura. Universidad Mayor, Santiago, 2000, p. 76.
(32) “Valparaíso es el contrapunto de Santiago,
representa la economía nacional en expansión, el progreso basado en el
comercio, el bienestar y el desarrollo cultural; la apertura y la tolerancia
frente a los extranjeros y sus ideas diferentes. La cultura cosmopolita del
puerto se opone a las tradiciones de la sociedad de Santiago, sobre todo en
materia religiosa”. En Luis Mizón, Claudio
Gay y la formación de la identidad cultural chilena. Editorial
Universitaria, Santiago, 2001, pp. 40-41. Por otra parte, se señala que “la
elite cosmopolita porteña le pone al sello a la sociedad, determina que se viva
una nueva experiencia histórica, que se adopten nuevos hábitos y costumbres
(“que no se advierten en el resto del país”) y se avance en la modernización de
la ciudad y del país”. En Lorenzo et al., Op. Cit., p. 9.
(33)
Maximiliano Salinas, En el cielo están trillando. Para una historia de las creencias
populares en Chile e Iberoamérica. Editorial Universidad de Santiago, (?),
p. 176.
(34) Se dice que fueron tres los
factores que de a poco fueron minando la “bohemia porteña”. El primero fue la
modernización y tecnologización del puerto mismo, el trabajo que se hacía en
días, pasó a realizarse sólo en horas. Esto implicó obviamente que la cantidad
de marinos mercantes —que eran parte importante de la clientela— se redujera
considerablemente. Como segunda causa se cuentan los constantes incendios que
terminaron arrasando con gran parte de los locales, y por último, el toque de queda impuesto por la dictadura
vino a poner el punto final de esta depresión continua en que estaba cayendo la
vida nocturna. Ahora bien, pese a que esto fue efectivamente así, por otra
parte, quiero intentar demostrar que esa vida popular y bohemia no desapareció
por completo, de alguna manera, todavía la mantenemos. Revisar, P. Aravena
(ed.), Op. Cit.
(35)
En cuanto a esta nueva dimensión que ha
adquirido el concepto de “capital social y cultural”, revisar de B.
Kligsberg, Capital social y cultura. Claves
olvidadas del desarrollo. (Ponencia para Taller: “Desafíos para las
políticas sociales en Argentina, Brasil, Chile y México”). Colección Ideas. Año
2, Nº 7, (Marzo, 2001), y con L. Tomassini, (comp.), Capital Social y Cultura: Claves estratégicas para el desarrollo.
Buenos Aires: FCE, 2000.
(36)
“El lunes 14 de enero del 2001 a las 10.30 horas, en la Academia Diplomática
Andrés Bello, se realizó la Ceremonia de Entrega del Expediente de Postulación
de Valparaíso como Sitio del Patrimonio Mundial de la UNESCO (...), que incluye
un Texto Central, un conjunto de 8 anexos que abundan en los contenidos
expuestos en él, planos y mapas, material fotográfico, videos con largometrajes
y documentales relativos a Valparaíso, discos compactos de multimedia y de música
alusiva a la ciudad, y una gran cantidad de publicaciones que abordan
diferentes facetas de la herencia porteña. El Expediente fue entregado por el
Sr. Agustín Squella Narducci, Asesor Presidencial de Cultura y Coordinador del
Comité Directivo de la Postulación (...)”. En Internet, s/f.
(37)
“...fondo destinado al disfrute de una comunidad ampliada a las
dimensiones planetarias, y constituido
por la acumulación continua de una diversidad de piezas vinculadas por su común
pertenencia al pasado: objetos y obras maestras
de las bellas artes y de las artes ampliadas, trabajos y productos de
todos los saberes y habilidades del ser humano”. Ver, al respecto, F. Choay, Alegoría del Patrimonio. Monumento y
monumento histórico. Editions du Seull, Francia, 1992, p. 5.
(38)
Documento de Trabajo. Informe Final. Seminario Internacional “Conservación y
Revitalización de la Ciudad-Puerto de Valparaíso-Chile”, 11/10/2002.
(39) “Al
iniciarse el siglo XIX, el Puerto comenzó un proceso de cambios que partieron
con el aumento sostenido de la población, situación que implicó el poblamiento
constante de los cerros que rodeaban la Plaza Echaurren (...) El aumento de la
población porteña incidió en una sobredemanda de terrenos llanos al pie de los
cerros, situación que la fisonomía de Valparaíso por sí sola no podía
sustentar. Para revestir esta necesidad y en un proceso que transformó
paulatinamente la planta urbana del Puerto, aproximadamente en 1850 comenzó un
activo proceso de excavación de las laderas de los cerros (...) El Barrio
Puerto y específicamente el sector donde se emplaza la Iglesia La Matriz,
origen del poblamiento de Valparaíso, fue estancando su crecimiento debido a la
aparición de nuevos centros urbanos, más sofisticados y elegantes, donde
residían las clases más pudientes del Puerto. Los alrededores de la iglesia
iniciaron un decaimiento paulatino, concentrando en dicho sector a los estratos
más humildes de la población porteña, lo que posibilitó el nacimiento de los
llamados “sectores bravos”, conformados básicamente por el mundo de la bohemia:
bares, prostíbulos y cités”. En H. Edwards et al., Monumentos Nacionales y Arquitectura Tradicional, Edición
auspiciada por ASMAR, RPC y CSAV, (?), p. 6. Además de M. Hinojosa et al., Recuperación de memorias: relatos orales del
Barrio La Matriz, (Tesis de Periodismo), UPLA, Valparaíso, 1998, pp. 12 y
13.
(40)
Según F. Sepúlveda, el área que abarca el patrimonio intangible
corresponde a todas aquellas que no se ven y que permanecen en la oralidad y en
la memoria de los seres humanos. Por otro lado, tenemos los monumentos que
serían aquellos objetos visibles que nos recuerdan hechos o acontecimientos de
nuestro pasado. Aunque es necesario destacar que “cualquier objeto del pasado
puede convertirse en testimonio histórico a pesar de no haber tenido, en su
origen, un destino conmemorativo. A la inversa, todo artefacto humano puede ser
dotado deliberadamente de una función conmemorativa”. Revisar F. Sepúlveda, “La
dimensión filosófica y política del patrimonio cultural” (Exposición).
Seminarios de Patrimonio Cultural de la DIBAM, 1997, p. 70.
(41)
Nunca el desarrollo de un país es
completo si no hay una evolución cultural basada en sus raíces, historia y
valores, “sostuvo ayer el Presidente Ricardo Lagos, tras firmar en la sala de
lectura de la Biblioteca Severín de Valparaíso el decreto supremo que consagra
definitivamente el último domingo del mes de mayo de cada año como el Día del
Patrimonio Nacional, documento que también fue refrendado por la ministra de
Educación, Mariana Aylwin”. En Internet, s/f.
(42) En
cuanto a las ideas que se manejan aquí respecto a patrimonio ver: N. García
Canclini, Culturas híbridas. Estrategias
para entrar y salir de la modernidad. Grijaldo, México, 1990,
particularmente Cap. IV, p. 150. Además de lo extraído del seminario “Estudios
culturales latinoamericanos: J. Martín- Barbero, J. J. Brunner, N. García
Canclini y B. Sarlo”, dictado por G. Rojo en el Magíster de Estudios
Latinoamericanos, Universidad de Chile, segundo semestre, 2002.
(43) El relato
de vida más que una técnica da cuenta de un enfoque de trabajo. En este
contexto, “El enfoque biográfico nos plantea una paradoja epistemológica, en el
sentido de reconocer en lo singular una vía privilegiada al conocimiento
universal”. En F. Márquez y D. Sharif (eds.) “Del testimonio al relato de
vida”, En Proposiciones, Nº 29, 1999,
pp. 7 y 8. Además de G. Salazar, “Ciudadanía e historia oral: vida, muerte y
resurrección”, En la misma fuente, pp.
198-211; de C. Santamarina y J. M. Marinas (eds.), “Historia de Vida Oral”,
Cap. 10, En La historia oral: métodos y
experiencias, Debate, Madrid, 1993, pp. 257-285; y M. Garcés, La Historia Oral, Enfoques e Innovaciones
metodológicas, Colección Última Década: “La educación popular de los 90:
¿de la vigencia a la validación?”, Año Nº 4, marzo, 1996, CIDPA.
(44) “Yo soy la cueca porteña” (anónima).
(45) Un trabajo bastante esclarecedor para entender la
búsqueda de esta “otra lógica” es el que realiza Cristina Parker, Otra lógica en América Latina. Religión
popular y modernización capitalista, FCE, Santiago, 1996.
(46) Violeta Parra, Décimas. Autobiografía en versos, Editorial Sudamericana, Santiago,
1988.
(48) Estos versos escritos por el Nano
Niñez dicen claramente cómo fue la vida en el puerto e incluso nombra a sus
protagonistas. El Vitololo, el Zurdo Bernal y el Cuadra’ito son quienes más se
repiten, aparecen en otras cuecas o en historias de antaño.
(49) El 11 de marzo del 2000 al asumir Lagos la
presidencia se organizó un acto de gala en el Centro Cultural Mapocho,
acudieron varios artistas entre ellos Los Chileneros, la presentación de estos
“escandalizó a ciertas autoridades por considerarla como expresión de mal
gusto, demasiada urbana para la imagen oficial de la cueca y desconocida en los
medios de comunicación”. La diputada María Angélica Cristo, sin ir más lejos,
en la sesión siguiente de la Cámara de Diputados protestó contra estos
“cuequeros que se alejan de su estereotipo del campo —patrón o
inquilino— y que se visten de terno y corbata...”. C. Araos, Reivindicación de la cueca brava, En La Nación, Santiago, domingo 23 de abril
de 2000. (Entrevista a Hernán Núñez Oyarce).
(50) “Por
eso es que para entender el arte del canto
a la rueda hay que estudiar el
universo, los tiempos de la naturaleza y las líneas del hombre, porque todas
esas piezas o medidas forman un cuerpo completo y sin que nada se las pueda
quitar”. Palabras de González Marabolí, www.cuecachilena.cl, s/f.
(51) “Quisiera
ser como el perro” (anónima).
(52) “Ando
con el cuerpo malo” (Segundo Zamora).
(53) “Yo te dije varias veces” (anónima).
(54) “Las
quintas de San Roque” (Elías Zamora).
(55) “La
Sangre y la Esperanza”, una de las novelas más representativas de la “novela
social” o la llamada Generación del 38.
(56) Vale la
pena además señalar que la facilidad
con que los
narradores naturalistas chilenos se adscribieron al programa literario del
positivismo, se explica tanto por el carácter documental de la obra, como por
su sensibilidad ético-denunciativa que ha sido reiteradamente vinculada a una
postura reivindicadora del mundo popular y a una representación crítica del
espacio oligárquico. Percibido como un espíritu de época, la actitud de
compromiso que los novelistas vuelcan en sus obras con los sectores marginados
de la sociedad ha llevado a valorarlas en función de su carácter testimonial de
la miseria e injusticias a que se ve sometido el obrero, el campesino o el habitante
de los sórdidos arrabales de la ciudad. Walter Fuentes, La novela social en
Chile (1900-1925) ideología y disyuntiva histórica. Institute For The Study of Ideologies and Literature. Minneapolis, 1990,
pp. 11-18.
(57) “Prólogo”, En El Roto, 1996 (1ª ed. 1920), p. 5. “Edwards
Bello al situar al roto dentro de un ambiente de degradación extrema, de seres
bestializados por la pobreza, nos hace pensar que su mirada estaba deformada por los esquemas del naturalismo, de modo
que la imagen rotesca de estos naturalistas
es la de un ser bestial, animalesco. Edwards Bello trató de verlo
objetivamente, pero no tenía la mirada para hacerlo porque pertenecía a una
clase social muy distanciada. En general, esta es la concepción que los
positivistas tienen del roto (no olvidemos que el positivismo fue una ideología
que afectó principalmente a la clase media y burguesía, de donde, sin duda,
provenía el autor de El Roto)”. Ver,
al respecto, Marco Chandía, “Algunas miradas al ‘roto chileno’ (a través de
discursos históricos y literarios— desde la colonia a la crisis del
nacionalismo—)”, trabajo presentado en el Troncal I del programa Magíster en
Estudios Latinoamericanos, U. de Chile, 2001, agosto, p. 14.
(58) “La gallina se murió” (anónima).
(59) “Samba,
china, chola” (Nano Núñez).
(60) En
René Millar, Aspectos de la religiosidad
porteña. Valparaíso 1830- 1930, en Historia 33, 2000, 297-368.
(61) “La bohemia
del Puerto y Viña” (Nano Núñez).
(62) “Y en la Plaza de la
Victoria”.
(63) “Mañana
me voy p’al puerto”.
(64) “Juanito
Orrego” (Nano Núñez).
(65) En el plano nacional, no deja de ser
interesante lo que desde hace algún tiempo parlamentarios de derecha han estado
propugnando respecto a los días feriados. Cada vez están más empeñados en
reducir los días festivos, eliminando los famosos “sanguches” y centrándose
únicamente en dos festividades: las religiosas celebradas por la Iglesia
Católica y las laicas relativas al sentimiento patrio. Aducen para ello la
cantidad de dinero que pierde el país en un solo día de no trabajo. Pero,
¿quién es el que en realidad pierde más?, ¿el país? (!!), ¿o no son acaso ellos mismo que como sabemos muchos comparten
su vida de político con la de empresario?
(66) “De la uva salió
la chicha” (anónima).
(67) “Soy del puerto soy
porteño” (anónima).
(68) “Yo soy dueño del Barón”.
(69) “Yo crucé los siete
mares” (Nano Núñez).
(70) “Levántate flojo
del diablo” (anónima).
(71) “Cuando quiero
quiero firme” (anónima).
(72) “El Nunca se Supo”
(anónima).
(73) “En el
grupo el cual me junto” (anónima).
(74) “Le tengo
dicho a mi negra” (anónima).
(75) “Soy
chiquillo de la orilla” (anónima).
(76) “De la
flor de la violeta” (anónima).
(77) “Va
llegando barco al muelle” (anónima).
BIBLIOGRAFÍA
Advis, Luis et al. (eds.). (1997). Nano
Núñez. Poesía Popular y Cuecas. SCD. Santiago.
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